Crisis en el Edén
LB
Estudiamos la ‘crisis en el Edén’, pero más bien diríamos ‘catástrofe en el Edén’. Gracias a Dios, en realidad analizamos la ‘salvación en el Edén’.
No podemos imaginar la belleza y perfección de la Creación, ya que ahora la vemos muy cambiada. Sólo en algunos lugares nos sugiere lo que debió ser al principio. El sábado pasado estudiamos la entrada del pecado en el universo: la rebelión de Lucifer en el cielo. Hoy estudiamos la entrada del pecado en nuestro planeta, en nuestra raza: el ingreso de Satanás en esta tierra, en la humanidad, junto al remedio divino a ese gran problema.
Al acabar la Creación, Dios afirmó que era ‘buena en gran manera’. ¿Estás totalmente seguro de que era así?
Allí, en el centro del Edén, estaba el árbol de la vida, el que volveremos a tener en el Edén restaurado. De él habla Apocalipsis 22, situándolo en relación con el trono de Dios y del Cordero, de donde sale aquel río limpio de agua de vida. Especifica que aquel árbol de la vida estará en medio de la plaza de la nueva Jerusalén. Desde luego, eso será más que bueno en gran manera.
Pero en el centro del Edén había también otra cosa: el árbol de la ciencia del bien y del mal. No se le llama el árbol de la muerte, pero comer de su fruto equivalía a morir. ¿Continúas afirmando que en la tierra recién creada “todo” era ‘bueno en gran manera’? ¿Cómo podemos estar seguros? —Porque Dios lo afirma, naturalmente. ¿Necesitamos mayor evidencia?
Dios creó a Adán y Eva para que vivieran siempre libres y felices. Tan libre hizo al ser humano, que le dio libertad incluso para perder su libertad si elegía dar la espalda a Dios. En ese caso sería un esclavo condenado muerte, y ya no podría decidir. Su nuevo amo, Satanás, decidiría por él. La situación parecía desesperada, pero Dios tenía un plan, y por eso tenemos esperanza; por eso estamos vivos y por eso tenemos vida eterna en Jesús si nos hemos entregado a él totalmente y tenemos la perseverancia de los santos.
El hombre, para ser realmente hombre, para ser libre, tiene que mantener la dependencia de su Creador. Su existencia y su libertad van unidas a su dependencia de Dios. Independencia de Dios significa esclavitud. Satanás quiere que nos independicemos de Dios, para hacernos esclavos suyos.
Sólo es posible entender el conflicto de los siglos en el contexto de la libertad. También Lucifer había disfrutado de la perfecta libertad. Dios es amor, y el amor sólo se puede dar en la libertad. Es por eso que, en el gran conflicto de los siglos, Dios no va simplemente a vencer, sino que también —y especialmente— va a convencer de su amor y justicia a toda criatura inteligente que habite el universo.
Nunca ha existido un hombre independiente de Dios que sea libre. No puede existir, y nunca existirá. 2 Corintios 3:17: “El Señor es el Espíritu; y donde hay el Espíritu del Señor, allí hay libertad”. Finalmente toda la creación de este mundo participará de “la libertad gloriosa de los hijos de Dios” de la que nos habla Romanos 8:21. Es claro que la discusión se refiere al Espíritu Santo, como se puede ver en el contexto (v. 14, 16, 23, 26 y 27).
Después de haber hecho del barro a Adán, Dios Hijo “alentó en su nariz soplo de vida” (Génesis 2:7). Los animales comparten con nosotros el metabolismo, el intercambio de oxígeno, la respiración; pero la Biblia no nos informa de que Dios soplase el aliento de vida en la nariz de los animales tal como hizo con el hombre cuando le dio vida. Eso sugiere que en el caso del hombre se trató de más que simplemente respiración física. Con toda probabilidad ahí estaba implicado el Espíritu Santo.
Tras haber resucitado, Jesús se apareció en el aposento alto a sus discípulos y les habló, y entonces “sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Juan 20:22). Ahí volvió a soplar el Hijo de Dios, con el resultado de que los discípulos recibieron el Espíritu Santo.
Dios dispuso que cada ser creado con inteligencia moral fuese un templo para el Espíritu Santo. El propio Lucifer fue una vez templo del Espíritu Santo, pero desgraciadamente decidió contaminar ese santuario del alma (Ezequiel 28:18: “Ensuciaste tu santuario”).
El vacío no existe en el reino espiritual. Al rechazar al Espíritu Santo ocupan su lugar espíritus de demonios. “Los agentes de Satanás se posesionaron de los hombres. Los cuerpos humanos, hechos para ser morada de Dios, venían a ser habitación de demonios. Los órganos, los sentidos, los nervios de los hombres eran empleados por agentes sobrenaturales para satisfacer la más vil concupiscencia. En los semblantes humanos se veía estampada la marca de los demonios. Esos rostros reflejaban la expresión de las legiones del mal que poseían a los hombres” (MC 101). No hace falta que invitemos a los demonios para estar poseídos por ellos: basta con que expulsemos al Espíritu Santo.
Así, cuando Adán y Eva eligieron desobedecer y dejar de depender de Dios comiendo del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, lo que hicieron en realidad fue elegir a un nuevo señor que, lejos de garantizar la libertad que Cristo da, garantiza la esclavitud hasta la muerte, y junto a ello miseria todo el tiempo. Puesto que fue Satanás quien acuñó el principio del amor a uno mismo, el egoísmo, la dependencia de uno mismo, cuando nuestros primeros padres dejaron de depender de Dios y decidieron depender de ellos mismos, de hecho se entregaron a Satanás, entraron en su reino y le entregaron a él el dominio que les había sido confiado.
Satanás no suele invitarnos a que lo adoremos directamente a él. Cuando logra que adoremos a cualquier objeto que no sea Dios, ha logrado plenamente su objetivo, porque en eso lo estamos adorando a él. “Como pecado de adivinación es la rebelión, como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto rechazaste la palabra de Jehová” (1 Samuel 15:23). Así pues, Adán y Eva eran esclavos del diablo. ¿Cómo sucedió?
Observa que a Satanás sólo le era permitido tentar a la santa pareja en un lugar: el árbol de la ciencia del bien y del mal. Eso significa que tenían que ir allí para poder ser tentados. Ir allí significaba exponerse al poder hipnótico de Satanás. ¿Te sorprende lo de hipnótico? Piensa en esto: ¿Qué necesidad tenía Eva de comer aquel fruto? ¿Tenía alguna carencia? ¿Le faltaba algo? Pero de forma increíble, tras un breve diálogo con la serpiente, la encontramos en la situación de “no poder vivir” sin aquel fruto. Todo lo que tenía (¡y lo tenía todo!) no le servía de nada si es que no podía tener precisamente aquel fruto. De repente lo deseaba más que a su vida. Se trataba de un encaprichamiento irrazonable. ¿Dónde había quedado la razón? —La había desechado; estaba hechizada.
Sí, estaba bajo un poder hipnótico, y en aquella lucha parecían no predominar sus facultades superiores. ¿No somos tentados así? ¿Dónde intenta llevarnos la publicidad comercial?, ¿a suplir las necesidades reales, o a crear falsas necesidades y a que las consideremos imprescindibles y nos obsesionemos con ellas? ¿No vamos precisamente al sitio (ocasión, persona, literatura, programa televisivo), a aquel lugar precisamente en donde sabemos que seremos tentados? ¿Nos valdrá nuestra sabiduría, nuestro conocimiento, nuestra determinación contra la tentación, una vez que nos hayamos aventurado en la senda que esconde ese poder hipnotizador?
Tenemos dos “centros” en nuestro cerebro:
A. Facultades superiores, que anatómicamente asignamos a la corteza cerebral.
B. Facultades inferiores, que anatómicamente situamos en otras áreas del cerebro, como los núcleos del tronco cerebral y sistema nervioso autónomo. Allí asientan las emociones, los impulsos e instintos (el hambre, el instinto de protección o supervivencia, el miedo, el afán de explorar lo desconocido, el deseo de relación con otros individuos, el instinto sexual, etc).
También los animales tienen esas dos áreas, aunque en diferente proporción. Dios nos ha dotado de imaginación: la capacidad de visualizar o imaginar cosas que no conocemos físicamente. Gracias a ello podemos adorar a Dios, a quien no hemos visto, oído ni palpado con nuestros sentidos. También gracias a ello podemos imaginar cosas que aún no han sucedido. Del mismo modo en que los animales no pueden adorar a Dios, tampoco los concebimos elaborando su agenda para la semana, el mes o el año. Parece una característica exclusiva del ser humano, aunque quizá se trate de un asunto cuantitativo; pero lo seguro es que compartimos con los animales las facultades inferiores. Dios nos hizo seres espirituales, pero también “animales”. De hecho, desconectados del Espíritu Santo, ¡nos parecemos mucho a los animales, si es que no los superamos en “animalidad”!
A diferencia del resto de la creación animada, Dios nos creó de forma que estuviéramos permanentemente conectados con el Espíritu Santo. Por eso somos seres espirituales. Nuestra libertad —y responsabilidad— moral van ligadas a eso.
A través del Espíritu Santo, Dios apela a nuestras facultades superiores, a nuestra razón. La instruye. Le da criterio para distinguir entre lo bueno y lo malo, incluso entre lo bueno y lo mejor. Entonces nuestras facultades superiores controlan a las inferiores, a todo nuestro ser; y nuestras emociones, impulsos y emociones se someten al control de la razón santificada.
Pero Dios no controla, no viola nuestra voluntad, nuestra elección o decisión, sino que apela a nuestra razón. El Espíritu Santo no interacciona directamente con nuestra decisión, ya que es el Espíritu de libertad. Él nos mantiene informados y libres, y espera que decidamos en consecuencia.
Es muy importante aquí observar que NO tenemos en nosotros mismos ningún depósito de criterio moral. Dios no nos dotó de tal cosa al crearnos: lo que nos dio es una conexión permanente con el Espíritu Santo. No se trata de un depósito autónomo, sino de una conexión. El criterio moral del bien y el mal no está dentro de nosotros, sino que pertenece a Dios. La regla de medida no está en nosotros: está en Dios. Parte de la mentira satánica en el Edén consistió en convencer a Eva de que ella misma, el hombre, había de ser el criterio: si le gustaba el fruto del árbol, si lo encontraba apetecible y deseable, ¡ese era el criterio!, y en consecuencia, debía comerlo. Hoy, el mundo que nos rodea nos acusa de no ser sinceros si desoímos a “nuestro corazón”, que significa precisamente aquello que nos apetece.
Recordad, pues, esto: el criterio del bien y del mal NO está dentro de nosotros, sino en Dios. Es por eso que los animales carecen de él, porque al ser creados no fueron dotados de una conexión con el Espíritu Santo tal como sucedió con el hombre.
En contraste a cómo interacciona Dios con nosotros, Satanás nos tienta apelando a nuestras facultades inferiores, a la “carne” (lo que incluye la mente carnal), y sólo podemos ceder al pecado cortando la comunicación y dependencia del Espíritu Santo. Una vez que hemos cortado la comunicación con el Espíritu Santo al pecar, queda destruida nuestra capacidad de decisión.
Dios es un “caballero”: apela a nuestra razón, dejando en libertad nuestra capacidad de decisión; pero Satanás obra de forma intrusiva, destruyendo y secuestrando nuestra capacidad de decidir. Una vez que le hayamos permitido entrar, será él quien decida por nosotros a través de nuestras emociones, impulsos e instintos.
Es cierto que en virtud de la gracia de Dios, Cristo puede restaurar en nosotros la capacidad de decidir, pero observa: el drogadicto no puede decidir abandonar la droga con sólo proponérselo. No es tan fácil. Ahora bien, en virtud de la gracia divina, puede hacer otra cosa: elegir a quién va a servir: si a Satanás, o si quiere cambiar de señor y elegir a Dios y someterse a la dirección del Espíritu Santo. Entonces no estará solo para vencer la drogadicción o el pecado que sea. Así pues, tras haber caído en el pecado, no podemos recuperar por nosotros mismos la capacidad de elegir abandonar el pecado, pero Dios nos ofrece una y otra vez la capacidad de elegir servirlo a él y aceptarlo como nuestro Salvador y Señor; y haciendo así permitimos que nos devuelva el gozo de su salvación, y su Espíritu libre nos sustenta. Salmo 51:10-12: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu santo Espíritu. Vuélveme el gozo de tu salvación, y el Espíritu libre me sustente”.
En este punto es digno de mención que el hecho de que podamos volver a elegir, una vez que perdimos ese poder como consecuencia de haber pecado, no es algo “natural”. Es exclusivamente obra de la gracia divina. Cristo nos hizo libres en la Creación, y derramó su sangre para restaurar en nosotros el poder de elección, permitiendo así que volviéramos a ser libres por la eternidad.
Analizando cuidadosamente Génesis 3:6 se hace evidente que Eva cedió a la concupiscencia de los ojos, a la concupiscencia de la carne y a la soberbia de la vida (1 Juan 2:16). Todos somos tentados así. También Jesús lo fue, si bien él venció. Compara las tentaciones de Eva con las de Jesús en el desierto, como expone Mateo 4:3-11. Observa, no obstante, que a Jesús no lo llevó al desierto la curiosidad ni ninguna otra de las facultades inferiores, sino precisamente el Espíritu:
“Cuando Jesús fue llevado al desierto para ser tentado, fue llevado por el Espíritu de Dios. Él no invitó a la tentación. Fue al desierto para estar solo, para contemplar su misión y su obra. Por la oración y el ayuno, debía fortalecerse para andar en la senda manchada de sangre que iba a recorrer. Pero Satanás sabía que el Salvador había ido al desierto, y pensó que esa era la mejor ocasión para atacarle” (El Deseado, 89).
Dios dispuso que, influenciada e iluminada por el Espíritu Santo, la mente racional del hombre ejerciera su libertad en la individualidad, decidiendo entre el infinito número de posibles opciones correctas, y mantuviera así en sujeción las facultades inferiores, permaneciendo libre y feliz por siempre.
Pero Eva había terminado ahora en la triste situación de ser una esclava del diablo, quien se había convertido en su dueño. El nuevo amo con quien había escogido ponerse en armonía, decidiría en lugar de ella mediante sus emociones, impulsos e instintos. La razón se limitaría ahora a “racionalizar”, es decir, a intentar justificar las decisiones “tomadas” como si fueran fruto de una sana reflexión lógica, o como si fueran fruto de una mente libre.
Ya no sería la razón la que gobernase sobre las facultades inferiores, sino que iban a ser estas las que gobernaran las facultades superiores, que habrían pasado a ser sus subordinadas. Satanás nos mantiene esclavos a través de nuestras emociones, impulsos e instintos, a menos que seamos conectados con el Espíritu Santo en la experiencia del nuevo nacimiento.
Gracias a Dios, Adán y Eva se arrepintieron más tarde, pero ¿cuándo lo hicieron?, ¿se arrepintieron en el Edén? Antes de pecar, Adán había estado dispuesto a morir por no separarse de Eva. Tras haber comido del fruto prohibido, ¿la seguía amando como antes?
Al pecar, Adán se había desconectado de Dios, única fuente del amor. De igual forma en que Dios no nos creó poniendo en nosotros la vara de medida moral, tampoco puso en nosotros un depósito de amor. El amor (ágape) está sólo en Dios, y es mediante el Espíritu Santo como lo recibimos 1 Juan 4:7-8: “El amor es de Dios”. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). Así pues, tampoco tenemos un “depósito” de amor en nosotros mismos (ni de justicia, etc), sino que tenemos una “conexión” mediante la cual los recibimos.
Adán, tras pecar, ya no podía amar —con amor ágape—, de igual forma en que ya no podía decidir. Satanás le había robado la capacidad de elegir (la libertad), la capacidad de amar (la felicidad), junto a la vida eterna. Adán y Eva, la raza humana, estaban desnudos, heridos, robados, medio muertos, e inconscientes de su situación real, como aquel viajero al que atendió el buen Samaritano. (El Deseado, 464-465).
Cuando Dios le preguntó: ‘¿Has comido del árbol del que te dije…?’ Adán se presentó como la víctima de su mujer: ‘La culpable es Eva, la mujer que tú me diste. Ella es quien me dio el fruto. Yo soy relativamente inocente. Si has de castigar a alguien, que sea a ella’. ¡No suena muy amable ni generoso! Adán acusó a su esposa, y acusó al propio Dios. ¡El “acusador” había encontrado compañía!
Podría parecer que fue por amor por lo que Adán había accedido a comer el fruto que Eva le ofrecía, pero fue más bien por temor: por miedo a verse separado de su compañera. No puso su confianza en Dios, quien se la había dado, y Eva llegó a ser en ese punto un ídolo para Adán; pasó a ocupar en sus afectos el lugar que sólo corresponde a Dios. Tal como podemos hacer nosotros, Adán pudo haber pedido ayuda inmediatamente a Dios; pudo haber sido el mediador para ayudar a solucionar el problema de Eva. Pero decidió “suicidarse” con ella, lo que no significaba ayuda alguna para Eva. A su vez, ella respondió a Dios en los mismos términos: culpando a la serpiente y a Dios mismo.
Así pues, parece que no se arrepintieron entonces. Confesaron: ‘Sí, hemos comido, PERO tenemos cierta disculpa’. ¿Hacemos nosotros eso mismo, cuando nos “arrepentimos” tras haber pecado?
En la página 40 de El Camino a Cristo, leemos: “El que obra mal no discierne los defectos de su carácter ni comprende la enormidad del mal que ha cometido; y a menos que ceda al poder convincente del Espíritu Santo permanecerá parcialmente ciego con respecto a su pecado. Sus confesiones no son sinceras ni provienen del corazón. Cada vez que reconoce su maldad añade una disculpa de su conducta al declarar que si no hubiera sido por ciertas circunstancias no habría hecho esto o aquello que se le reprocha”.
Añadir una disculpa equivale a falso arrepentimiento. Hay algo que es exactamente lo opuesto a poner una disculpa y acusar a otro: se lo puede llamar el arrepentimiento corporativo.
Consiste en aceptar la culpa y el pecado de otros como si fuera el nuestro, confesarlo, mediar y arrepentirnos en lugar de ellos y con ellos. Es lo que podéis ver en la oración de Daniel, en el capítulo 9 del libro que lleva su nombre. El profeta acudió a Dios con este espíritu: “No elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias” (v. 18). “Nuestra es la confusión de rostro, de nuestros reyes, de nuestros príncipes y de nuestros padres; porque contra ti pecamos” (v. 8). “No hemos obedecido a tus siervos los profetas” (v. 6). “Todo Israel traspasó tu ley” (v. 11). Daniel estaba “hablando y orando, y confesando mi pecado y el pecado de mi pueblo Israel” (v. 20). E. White afirma que Daniel “en nombre de su pueblo, confesó pecados que él no había cometido” (A fin de conocerle, 241).
¡Qué fácil le habría resultado a Daniel, si hubiera consultado a sus facultades inferiores, culpar a otros del problema! Pero mientras estaba aún orando de ese modo, el Espíritu Santo a cuya dirección se había sometido, se le manifestó como Espíritu de profecía para darle la revelación divina que ha hecho de nosotros el pueblo remanente. ¿Cuál es nuestra actitud ante las dificultades? ¿Cómo respondemos ante el pecado propio o el ajeno? ¿Justificándonos y culpando a otros?, ¿o mediando en su favor, como hizo Daniel?
Si bien el pecado en sí es imposible de explicar, no obstante, a ninguno de nosotros resulta difícil comprender cómo se encontraban Adán y Eva después de haber cedido al pecado, ya que “cada pecado cometido despierta los ecos del pecado original” (RH 16 abril 1901). Todos sabemos lo que es estar en la esclavitud, en la cárcel del pecado. El diablo ha planeado que permanezcamos en esa condición mientras vivamos, para acompañarlo finalmente en el lago de fuego. Intentaba convencernos de que somos sus súbditos para siempre, y de que Dios nunca podrá aceptarnos.
Pero Cristo tiene otros planes para nosotros. Nos hace saber que nos quiere hasta el punto de haber dado su vida por nosotros. Nos dice: ‘Ven y razonemos juntos: si tus pecados son rojos como la grana, yo los haré como la blanca lana. ¿Qué te parece? ¿Te interesa mi perdón? Quiero que seas libre y que seas feliz viviendo por la eternidad junto a mí’.
Después que perdimos la libertad que da el Espíritu de Dios, y después de haber caído en la esclavitud del pecado, nos da otra oportunidad, y otra, y otra más. Continúa llamándonos y atrayéndonos con cuerdas humanas, con cuerdas de amor (Oseas 11:4). No sólo a nosotros: “Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Dios no nos abandona hoy, y no nos abandonó en el Edén en las manos de Satanás. Dijo a la serpiente, en presencia de Adán y Eva:
“Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón” (Génesis 3:15).
Un pastor de quien E. White dijo que tenía credenciales del cielo, escribió:
“Al poner esa enemistad entre el hombre y Satanás, Dios ha quebrantado el contentamiento del hombre con el mal, al que ahora aborrece. Junto con ese aborrecimiento del mal, Dios crea también un deseo del bien. Pero el bien se lo encuentra sólo en Dios, y dado que Cristo es la revelación de Dios, el deseo del bien es en realidad el deseo de Cristo” (A.T. Jones, RH 24 abril 1894).
Cristo tiene un plan para ti; lo tiene para cada uno de nosotros: quiere hacernos felices, devolvernos la libertad y tenernos junto a él por la eternidad, por eso nos renueva cada día sus misericordias, por eso nos llama una y otra vez.
Si oyes su voz, respóndele sin demora, porque junto con su Palabra, él te da su poder.