Señor de judíos y gentiles
LB, mayo 2016, revisado 2024
Señor
Jesús es el Señor de toda criatura por creación y por redención. No hay en el mundo nadie que no sea descendiente de Noé, que no sea descendiente de Adán, y por lo tanto, descendiente de Dios (Lucas 3:38). Jesús, en un sentido objetivo, histórico, es Señor de todos y cada uno de nosotros, y de los que habitan el mundo.
Además, también en un sentido objetivo, Jesús dio su vida, derramó su sangre, como don eterno a todo hombre que viene a este mundo. “De tal manera amó Dios al mundo, que HA DADO a su Hijo…”
Como descubrieron maravillados los samaritanos, Jesús es el Salvador del mundo (Juan 4:42), el Salvador de todos los hombres (1 Timoteo 4:10).
Jesús es, para todos, el Salvador; pero para quienes lo aceptan, para quienes creen en él, para quienes le entregan su vida y la confían a su cuidado, es también su Señor. En el cielo no habrá ni un solo redimido, ni una sola persona, que no haya elegido a Jesús como a su Señor. Esa es la respuesta subjetiva que Jesús espera de cada uno por quien dio su vida. ¡Y la dio por todos!
En el mundo evangélico hay una controversia muy extendida. Están en cierto modo divididos entre quienes creen que basta que Jesús sea su Salvador, y los que creen que no basta con que sea su Salvador, sino que además ha de ser su Señor. A ese debate le llaman “la señoría del Señor”. ¿Qué os parece? ¿Cuál es vuestra postura?
Para ser felices en el cielo junto al Señor hemos de aprender a ser felices aquí en la tierra disfrutando de la presencia constante del Señor y sometiendo a él nuestras decisiones a cada instante.
De judíos y gentiles
Todos nos solemos considerar “gentiles”, pero sería más exacto declarar que fuimos gentiles:
Efesios 2:11: “Acordaos que en otro tiempo vosotros los Gentiles en la carne, que erais llamados incircuncisión por la que se llama circuncisión, hecha con mano en la carne; que en aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la república de Israel, y extranjeros a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo”.
Es evidente que ya no estamos sin Cristo, que no somos ajenos a los pactos de la promesa y que no estamos sin Dios en este mundo.
1 Corintios 12:2: “Sabéis que cuando erais Gentiles, ibais, como erais llevados, a los ídolos mudos”.
Hemos leído “cuando erais gentiles”. Eso significa que, a menos que alguno de nosotros haya decidido ser un incrédulo… ¡todos somos “judíos”! (en el sentido bíblico neotestamentario).
Participamos de todos los privilegios de los judíos… y participamos de todas las advertencias y peligros que acechaban a los judíos, al pueblo de Dios.
En términos prácticos eso significa —entre otras cosas— que cuando leemos los libros de Isaías, Jeremías y Ezequiel no hemos de pensar que estamos leyendo mensajes dirigidos a “ellos” (a otros), sino exacta y precisamente a nosotros hoy, a su pueblo remanente del tiempo del fin.
Cada uno de los profetas antiguos habló menos para su propio tiempo que para el nuestro, de manera que sus profecías son válidas para nosotros. ‘Y estas cosas acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos’ (1 Corintios 10:11) (Mensajes selectos vol. 3, p. 386).
Hemos elegido pertenecer al pueblo que Dios escogió para representarlo, y es nuestra la responsabilidad de ser sus embajadores. Ser embajador de alguien no siempre es fácil… ¿Qué diremos de ser embajadores de Dios?
2 Corintios 5:20:
Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio nuestro; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.
Leemos en la Guía de estudio que Jesús es Señor de judíos y de gentiles. En cierto sentido, Dios no sólo es nuestro Dios, sino también el Dios de los gentiles, ya que él es el único Dios, sea que se lo acepto o que se lo rechace. En otro sentido, Dios es también el Dios de quienes fueron gentiles; es decir, de los que no son judíos según la carne.
Es bueno reconocer que Dios tiene un mensaje para “el mundo” (los que solemos considerar gentiles), y también para “su pueblo” (los “judíos”). Increíblemente, el mensaje no es diferente para unos y otros. Para ambos es: “Arrepiéntete”. Laodicea no puede enseñar al mundo el arrepentimiento excepto que esté ella misma celosamente arrepentida.
Leemos en la Guía, que “no hay dudas de que el ministerio de Cristo, los años en la carne, fue dirigido mayormente hacia la nación de Israel”.
Al final del sábado encontramos una frase que nos da la clave para entender por qué lo hizo así: “Esta semana consideraremos un poco más lo que el Señor hizo para alcanzar a los que necesitaban la salvación”.
¿Os parece razonable la idea de que Jesús ministrara para alcanzar a los que necesitaban salvación? A mí me parece totalmente razonable.
Si es así, ¿qué puede significar que ministrara especialmente a la nación de Israel?
Puede significar dos cosas, que no son mutuamente excluyentes:
a/ Israel era realmente el más necesitado de alcanzar la salvación. Eso nos habría de llenar de humildad, pues somos su continuación en el tiempo.
b/ Dios eligió a Israel para ministrar al mundo. Eso nos habría de llenar de valor.
Es muy interesante que Dios haya “elegido” a todos para salvación, pero ha elegido sólo a algunos para ministrar lo relativo a la salvación, al menos en cierta manera. Por ejemplo: es Dios quien escogió al Israel literal (y no a otros pueblos), y es él quien ha escogido a su pueblo remanente. Es Dios quien elige al profeta; es el Espíritu Santo quien reparte los dones como él considera oportuno.
· En su sabiduría, Dios elige especialmente a algunos para ministrar a los demás.
· En su amor, Dios elige a todos y cada uno para salvación.
Alimentar a los hambrientos
Hoy está de moda la palabra “misional”. ¿En qué se diferencia de “misionero”?
Un misionero es alguien que lleva el evangelio a los lugares en donde no se lo conoce. En el paquete del evangelio, y en nombre de Cristo, el misionero no sólo da las buenas nuevas de la salvación, sino también, como hacía Jesús, procura el alivio de las necesidades físicas, de la enfermedad, de la soledad, etc. El objetivo del misionero es el cielo, la vida eterna: él sabe que sólo la segunda venida de Jesús va a traer la paz, la felicidad y el bienestar duraderos, y todo lo supedita a ese fin. El misionero sabe cuál es la causa del sufrimiento: el pecado, y pone el hacha a la raíz del problema.
Uno “misional” es alguien que tiene por finalidad fomentar la prosperidad, la igualdad en este mundo, y lo hace recurriendo frecuentemente a la lucha política o social, a la manifestación ciudadana, etc. El misional actúa como si no existiera un mundo mejor en el más allá, como si el reino de Cristo fuera de este mundo y como si él no fuera a regresar nunca. Actúa como si el pecado no fuera la causa del problema. Cáritas, Cruz Roja, Greenpeace y Femen son “misionales”. El que tantos aclaman como obispo de Roma, tiene un sueño para Europa: “Sueño con un nuevo humanismo europeo”, dijo el 6 de mayo de 2016 con ocasión de haber recibido un premio por la paz. El papado es misional. Los que querían hacer rey a Jesús eran misionales.
Este es un resumen provisto por la inteligencia artificial (Gemini, 2024) respecto a ser misional:
“Busca transformar el mundo y construir el Reino de Dios en la tierra”.
¿Qué fue Jesús?, ¿un misionero, o un misional? ¿Acaso no dijo: “Mi reino no es de este mundo”? ¿Podemos ver a Jesús interaccionando con la clase política a fin de restituir los derechos de los pobres, la igualdad de la mujer o la defensa de la ecología?
¿Qué espera Jesús de su pueblo? ¿Qué espera de ti? ¿Qué seas un misionero, o que seas un misional, tal como propone el movimiento emergente?
Jesús realizó curaciones, consoló a los afligidos y alimentó a multitudes (de judíos y de gentiles), pero este fue el objeto principal por el que vino a este mundo:
Juan 6:51: Yo soy el pan vivo que he descendido del cielo: si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo.
Señor de toda la creación
Jesús es, fue y seguirá siendo el Todopoderoso, pero cuando vivió en esta tierra no vivió como el Todopoderoso.
En la tempestad que hubo en el lago de Genesaret, sus discípulos clamaban desesperados tras haber luchado durante horas con la muerte. Despertaron a Jesús, quien dormía en paz.
—“Señor, sálvanos, que perecemos”.
Jesús levantó la mano, y dijo al mar airado: “¡Calla, enmudece!” Y se produjo la calma.
Fue la obra del Todopoderoso, pero leemos en Juan 14:12:
“De cierto, de cierto os digo…” ¿Qué significa esa repetición, esa insistencia? ¿No os parece que a continuación, Jesús va a recalcar un hecho importante? ¿Estáis dispuestos a creer lo que va a decir?
De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago también él las hará; y mayores que éstas hará; porque yo voy al Padre.
Y ciertamente, ninguno de nosotros somos todopoderosos, lo que quizá signifique que Jesús operaba de forma distinta a como solemos imaginar.
Cuando Jesús fue despertado para hacer frente a la tempestad, se hallaba en perfecta paz. No había en sus palabras ni en su mirada el menor vestigio de temor, porque no había temor en su corazón. Pero él no confiaba en la posesión de la omnipotencia. No era en calidad de ‘dueño de la tierra, del mar y del cielo’ como descansaba en paz. Había depuesto ese poder y aseveraba: ‘No puedo yo de mí mismo hacer nada’. Jesús confiaba en el poder del Padre: descansaba en la fe —la fe en el amor y cuidado de Dios— y el poder de aquella palabra que calmó la tempestad era el poder de Dios (El Deseado, p. 302-303).
¿Qué os dice eso a vosotros?
Así como Jesús reposaba por la fe en el cuidado del Padre, así también hemos de confiar nosotros en el cuidado de nuestro Salvador (El Deseado, p. 303).
Cuando Pedro, después de haber caminado sobre el mar como Jesús, comenzó a hundirse, su Maestro lo tomó de la mano y lo levantó. ¿Cuál había sido el problema de Pedro? ¿El ser poco Todopoderoso, el ser poco divino? —No. Este fue su problema: “¿Por qué dudaste?”. Cuando Jesús regrese, ¿hallará fe en la tierra? ¿La hallará en ti?
Jesús vivió en esta tierra tal como debemos vivir nosotros: por la fe. Pero no tiene ahora esa limitación. En los últimos versículos del evangelio de Mateo leemos cómo “llegando Jesús, les habló, diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra”.
¿Os interesa la perfecta paz que da confiar en Aquel que tiene todo el poder en el cielo y en la tierra, y que nos quiere tanto como para hacer todo lo que ha hecho y hace en el cielo y en la tierra?
El corazón del hipócrita
Con la hipocresía pasa como con el ajo. A los que nos gusta el ajo no nos molesta nuestro propio aliento, ni siquiera tras haber “devorado” ese rico y perfumado vegetal; sin embargo, nos desagrada cuando se trata del aliento de otros. Detectamos con horror el ajo en el aliento de nuestro prójimo, pero no la cabeza de ajos en el nuestro, lo que recuerda aquella ilustración de la mota y la viga en el ojo…
Leemos en la Guía: “Ser un hipócrita tiende a ser algo natural para todos nosotros”. Es natural para nuestra naturaleza antes de convertirnos, y sigue siendo natural para nuestra naturaleza, después de convertirnos, ya que la naturaleza, la “carne”, no se convierte hasta la venida de Jesús. Por eso la hemos de someter, crucificar; es decir, hemos de estar siempre alerta.
La lección compara la impureza interior, la auténtica impureza, puesta en contraste con la exterior: la única que los maestros judíos parecían ser capaces de ver.
¿Qué puede evitar que nos suceda lo mismo que a ellos? ¿Por qué eran incapaces de discernir la impureza interior?
Porque estaban empleando una norma de justicia interior: la suya propia.
Para discernir la impureza real, la interior, necesitamos aceptar una norma exterior: la ley de Dios tal cual es en Cristo.
Dios dio a Adán y Eva una norma moral externa a ellos. El parecer, la opinión o el capricho de ellos no era la vara de medir, sino la disposición exterior a ellos mismos que Dios les había dado: “De todo árbol del huerto comerás; mas del árbol de ciencia del bien y del mal no comerás de él; porque el día que de él comieres, morirás” (Génesis 2:16).
Esa no era una norma que podían deducir Adán y Eva por sentido común. No emanaba en forma alguna de su sabiduría o de su lógica. No procedía de su interior, de ellos mismos. Nada en el propio árbol del conocimiento indicaba que fuera malo comer de su fruto.
Pero un “teólogo” sentado en una rama les aseguró: ‘Esa ley exterior a vosotros, en realidad no rige: no moriréis. No os sometáis a esa ley. Sed vosotros mismos la ley. Haced lo que os parezca razonable, deseable. La verdadera vara de medida está en vosotros mismos, en vuestro interior’. Esa tentación a desconfiar de Dios —de su palabra— se complementa hoy con la invitación a matizar, a relativizar la palabra de Dios según la cultura que nos rodea.
La ley de Dios, esa ley exterior a nosotros, esa ley que es santa, justa y buena, esa ley encarnada en Cristo, cuando es escrita en nuestros corazones, permite que discernamos la verdadera impureza interior que nos aparta de Dios, a fin de que pueda ser reconocida y desechada.
¿Queréis permitir que el Señor haga en vosotros su bendita obra? ¿Queréis comparar vuestra vida con la perfecta ley, para que esa ley os lleve a Cristo? La ley de Dios nos llevará a Cristo, y Cristo nos llevará a la ley, pues esa ley está en su corazón (Salmo 40:8).
Migajas de la mesa
A/ Una mujer cananea cuya hija era gravemente atormentada del demonio clamaba a Jesús por misericordia. Como leemos en la Guía, “Jesús parece ignorar a esta mujer; luego, sus palabras parecen muy severas: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”’.
Más allá de comprender el verdadero sentido del relato, debemos preguntarnos: ¿Qué significa eso para nosotros que vivimos en los últimos días de la historia de este planeta en su condición actual?
Esa no es la única anécdota parecida en la historia sagrada. Hay otros relatos donde también es posible apreciar un trato aparentemente severo, incluso rudo, y en cada uno de ellos podemos aprender algo que concierne muy particularmente a los días en que vivimos y a los que nos esperan.
B/ José estaba lleno de amor por sus hermanos que no lo habían reconocido en la corte de Faraón, en Egipto. Le embargaba la emoción hasta el punto en que tuvo que abandonar la escena para irse a llorar en la soledad. Sin embargo, “José, cuando vio a sus hermanos, los conoció; mas hizo como que no los conocía, y les habló ásperamente” (Génesis 42:7). Los hermanos de José iban ahora a ser juzgados por aquel a quien habían intentado matar. ¿Qué había detrás de aquella aparente “aspereza”? Había perdón, había el más delicado amor. Pero sólo la profunda y angustiosa reflexión de los hermanos los pondría en la situación de poder comprender y recibir aquel amor sublime que era en realidad un reflejo del amor de Dios por nosotros.
Nosotros nos enfrentamos ahora al juicio investigador. Todos hemos intentado matar al que ahora es nuestro Juez (a diferencia de los hermanos de José, nosotros lo hemos conseguido: nuestros pecados llevaron a Cristo a la cruz). ¿Qué podemos esperar? Sólo un espíritu de aflicción del alma, de autoexamen que sea consistente con el Día de la expiación nos permitirá recibir el perdón y el borramiento de los pecados de parte de Alguien que se conmueve por nosotros incomparablemente más que José por sus hermanos.
C/ Jacob tuvo que pelear con un enemigo desconocido en la noche, junto al río Jaboc, a fin de conocer íntimamente a su Redentor. Se aferró a él y le dijo: “No te dejaré hasta que no me bendigas”. Y el angustiado y esforzado Jacob recibió la bendición. Es nuestro privilegio decir lo mismo a Aquel cuyas providencias no siempre comprendemos en esta noche que nos parece larga, pero que a la luz de la eternidad es en realidad muy, muy corta.
D/ El propio Jesús se sintió abandonado en la cruz, no sólo por los hombres en la tierra, sino por su Padre en el cielo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Sin duda, una experiencia infinitamente más amarga que la de la mujer cananea ante aquel Judío Hijo de David.
¿Había abandonado el Padre a Jesús?
En esa densa oscuridad se ocultaba la presencia de Dios. Él hace de las tinieblas su pabellón, y oculta su gloria de los ojos humanos. Dios y sus santos ángeles estaban al lado de la cruz. El Padre estaba con su Hijo (El Deseado, p. 702).
El Padre no había abandonado a su Hijo amado, pero Jesús estaba llevando tus pecados y los míos, y en consecuencia tenía que experimentar la paga del pecado del mundo; tenía que sentir la desesperación de la separación eterna, tal como la sentirá finalmente el pecador rebelde que no quiso arrepentirse.
E/ Nosotros, el pueblo remanente de Dios, habremos de atravesar un tiempo de angustia que la Biblia compara al de Jacob. Os voy a leer una declaración de E. White que quizá no conozcáis:
El remanente, en el tiempo de angustia, clamará: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Spalding Magan 2A.3).
¿Estamos preparados para ese tiempo? Reclamemos al Señor las migajas del pan de vida con la fe de aquella mujer cananea. Aferrémonos al Guerrero desconocido de la noche tal como hizo Jacob, y no le dejemos ir hasta que no nos bendiga.
Os invito a entrar en esa maravillosa lucha que cambió la angustia de Jacob en bendición.
Señor de los gentiles
En Gálatas 3:8 leemos: “Viendo antes la Escritura que Dios por la fe había de justificar a los Gentiles, evangelizó antes a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones”.
Con el fin de dar el evangelio finalmente a los gentiles, Dios escogió a un gentil: Abraham, quien fue el primero en oír el mensaje del segundo ángel y salió de Babilonia (de Ur de los caldeos) para transitar por el camino de la fe “a la tierra que yo te mostraré”.
Eso es algo que Dios quiso que su pueblo escogido, Israel, supiera siempre. Le dijo por boca de Josué (24:2):
Así dice Jehová, Dios de Israel: Vuestros padres habitaron antiguamente de esta otra parte del río, es a saber, Taré, padre de Abraham y de Nacor; y servían a dioses extraños.
Se lo recordó por boca de Exequiel (16:3):
Así ha dicho el Señor Jehová sobre Jerusalén: Tu habitación y tu raza fue de la tierra de Canaán; tu padre Amorreo, y tu madre Hetea.
Dios recordaba esto a su pueblo: ¡Vuestros padres eran paganos, eran gentiles! Es como si alguien recordara a los norteamericanos que quieren cerrar sus fronteras a la inmigración, que virtualmente todos los norteamericanos llegaron allí inmigrando.
Siendo así, muchos se preguntan por qué Dios trató de una forma tan aparentemente desfavorable a los “gentiles” en lo sucesivo; por ejemplo, desposeyéndolos de la tierra a fin de dársela a su pueblo.
Leemos en Génesis 15:13-16:
[Dios] dijo a Abram: Ten por cierto que tu simiente será peregrina en tierra no suya, y servirá a los de allí, y serán por ellos afligidos cuatrocientos años. Mas también a la gente a quien servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con grande riqueza. Y tú vendrás a tus padres en paz, y serás sepultado en buena vejez. Y en la cuarta generación volverán acá: porque aún no está cumplida la maldad del Amorreo [Cananeo] hasta aquí.
Dios estaba prometiendo la tierra de Canaán a Abraham, pero le dijo: Todavía no te la daré; pasarán cuatro generaciones —unos cuatrocientos años— antes de que eso suceda. ¿La razón? He dado cuatrocientos años más de gracia a los gentiles, a los cananeos, para que se arrepientan. ¡Cuatrocientos años más de gracia no es poco! Cuando Dios dirigió esas palabras a Abraham todavía no estaba cumplida la maldad del amorreo: Dios aún no lo había declarado incurable.
De igual forma, la destrucción final de Babilonia no es algo arbitrario por parte del Señor:
Curamos a Babilonia, y no ha sanado: dejadla, y vámonos cada uno a su tierra; porque su juicio ha llegado hasta el cielo, y se ha alzado hasta las nubes (Jeremías 51:9).
Se pronuncia el mensaje de la caída de Babilonia solamente después de haber intentado curarla, y de haberse declarado en rebelión irreversible, incurable.
¿Qué hacemos nosotros con nuestro tiempo de prueba? ¿Damos un mensaje claro a los hijos de Dios que aún están en Babilonia para que salgan de ella? ¿Cumplía esa función el pueblo de Israel literal? ¿La cumplimos nosotros?