Cristo nuestro pacto
LB, 13 mayo 2021
“La palabra compromiso [bond] se acerca más que cualquier otra a lo expresado en los variados usos de berít [pacto, convenio], dado que el término se emplea no sólo cuando dos partes se comprometen recíprocamente, sino también cuando una parte impone a otra un compromiso, o cuando una parte asume ella misma un compromiso” (Davidson, A Dictionary of the Bible, James Hastings, editor, vol. 1, pp. 509-510).
La definición de pacto como un acuerdo entre dos o más personas es adecuada, a condición de que se aplique a iguales, en cuyo caso el pacto es un compromiso mutuo y es mutuamente vinculante.
Cuando se trata de Dios y el hombre, el pacto consiste en una promesa hecha por el Creador, bajo condiciones que la criatura debe cumplir, y bajo la penalidad derivada del incumplimiento.
La Biblia reconoce dos condiciones bajo las cuales se puede disfrutar la vida y la felicidad: (1) la obediencia, y (2) la fe, “sin la cual es imposible agradar a Dios” (Heb 11:6), ya que “todo lo que no es de fe, es pecado” (Rom 13:24).
Dios dispuso esta condición a la santa pareja:
Gén 2:17: Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.
La continuación de la vida estaba sujeta a la condición de no comer del árbol prohibido. Obedecer ese mandamiento requería fe, pues consistía simplemente en una orden divina. No había evidencia alguna de maldad intrínseca en el fruto de aquel árbol; por consiguiente, la obediencia sería siempre obediencia a Dios y no a la propia razón humana. Era así también una prueba de la fe en Dios, en la Palabra de Dios (Rom 10:17). Lo mismo sucede con el mandamiento sobre el sábado, el cuarto.
Dado que para Adán y Eva no había nada sustancialmente superior que desear —habida cuenta de la perfección edénica—, en el enunciado tiene mayor prominencia la penalidad (la muerte) al desobedecer, que la propia promesa; pero la promesa está implícita de todos modos: vida eterna si no hay desobediencia.
Adán traspasó aquel pacto (Ose 6:7) cuya condición era ‘obedece y vivirás’: la expresión en positivo de la misma verdad de Rom 6:23.
Si bien Adán y Eva fallaron, no obstante, ese era un pacto en todo punto perfecto y útil en la condición inmaculada de Adán y Eva. No había defecto alguno en el Creador ni en aquella condición dispuesta.
Respecto al binomio fe / obediencia cabe afirmar que no es posible obedecer sin fe, y que es igualmente imposible tener fe que no se demuestre en obediencia.
Diversas escrituras muestran la relación estrecha entre la fe y la obediencia:
Heb 3:18-19:
· Vers. 18: Israel no entró en el reposo por su desobediencia (apeiteo).
· Vers. 19: no entró por su incredulidad (apistia).
Ambos aspectos: confianza (fe) y fidelidad (obediencia), están incluidos en emuna.
· Hab 2:4: El justo por su fe (emuna) vivirá.
Según Gál 5:6, la fe siempre “obra por el amor”. No se trata de la fe más las obras, sino de la fe que obra (la única que cualifica como fe).
Hebreos 11 puede ser llamado con la misma propiedad el capítulo de las obras, como el capítulo de la fe: “Por fe obraron justicia” (vers. 33) y se refiere enteramente a siervos de Dios del período del Antiguo Testamento.
Sant 2:22: “La fe obró con sus obras”. La fe y las obras son consustanciales.
Así, el pacto que se dio a Adán y Eva al ser creados, era un pacto de vida y estaba sujeto a la condición de obediencia y fe perfectas. Los dos tercios leales de los ángeles, así como los habitantes de otros mundos (PE 40) atestiguan que esas condiciones eran perfectamente adecuadas para una vida plena, feliz y sin final.
Como sucedió con otros mundos, el nuestro —la humanidad— fue probado. Fue probado en Adán. Cuando este fracasó, el mundo fracasó, pues en Adán estaba representada toda la humanidad.
¿Cuál fue entonces la reacción de Adán y Eva?
Después de su pecado, Adán y Eva… prometieron prestar estricta obediencia a Dios en el futuro. Pero se les dijo que su naturaleza se había depravado por el pecado, que había disminuido su poder para resistir al mal, y que habían abierto la puerta para que Satanás tuviera más fácil acceso a ellos. Si siendo inocentes habían cedido a la tentación; ahora, en su estado de consciente culpabilidad, tendrían menos fuerza para mantener su integridad (PP 40.4; granate, 46).
De hecho, no sólo tendrían —tendríamos— “menos fuerza”, sino de hecho ninguna fuerza, como tampoco disposición hacia el bien. Sólo la gracia podría proveerlas (Fil 2:13). La humanidad estaba espiritualmente muerta, y allí habría acabado su historia y la nuestra si Cristo no se hubiera interpuesto inmediatamente, poniendo en acción el plan de salvamento que había sido trazado desde la eternidad.
Aquella obediencia que de haber continuado hubiera permitido a Adán y Eva seguir viviendo en el Edén por siempre según el pacto de vida (no de gracia), ahora se había degradado hasta dejar de ser obediencia, para convertirse en una mera e incumplible promesa humana de obediencia, como toda promesa del viejo pacto. Esa fue sin duda la primera edición del viejo pacto en la historia de la humanidad: promesas humanas de obediencia o del tipo que sea. Promesas sin Cristo, promesas de suficiencia propia; promesas o actitudes que desconocen —o bien desprecian— la gracia que sólo el pacto eterno puede proveer en la dádiva de Cristo.
‘Obedece y vivirás’ es la base del viejo pacto, pero hay más: ‘Obedece y vivirás’ no sólo es la base del viejo pacto: es un principio universal y eterno. Sigue vigente aquello que podemos leer en Lev 18:5; Gál 3:12; Rom 10:5 y muchas otras escrituras que hablan de las bendiciones asociadas a la obediencia y las maldiciones asociadas a la desobediencia (especialmente en Deuteronomio). Seguirá vigente en la tierra nueva por la eternidad.
Dios es constante. No cambia. Las condiciones de la salvación son siempre las mismas. Vida, vida eterna para todos los que quieran obedecer la ley de Dios… Las condiciones por las cuales puede ganarse la vida eterna bajo el nuevo pacto son las mismas que había bajo el antiguo pacto: perfecta obediencia (EGW, 7 CBA 943).
Hay un dilema humanamente irresoluble, pues en su condición caída el hombre es absolutamente incapaz de obedecer (está espiritualmente muerto). Pero Dios tiene la solución, que es el nuevo pacto, al que también se llama pacto eterno por haberse establecido en las edades eternas entre Dios Padre y Dios Hijo, y por ser inmutable.
Cuando Adán cayó, cayó toda la raza humana, pues estaba toda ella comprendida en él. Pero tras la entrada del pecado, Cristo —como postrer Adán— asumió el lugar y obligación del primer Adán, y mediante su perfecta obediencia y fe hasta la muerte de cruz, cumplió las condiciones del pacto de vida que nuestros primeros padres habían incumplido. Así como toda la humanidad estuvo comprendida en Adán, así también toda la humanidad estuvo comprendida en Cristo, quien llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero. De igual forma en que la acción de Adán afectó a toda la humanidad, así también la acción de Cristo.
Como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de UNO vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de UNO, los muchos serán constituidos justos (Rom 5:18-19).
Mediante su encarnación, Cristo vino así a constituirse en la nueva Cabeza de la humanidad (Heb 5:1; 2:17-18 y 4:15), de forma que ahora Dios Padre trata con Él como nuestro representante. Esa es la asignación de un sacerdote: ser representante de los hombres ante Dios (en contraste con la de un profeta, que es representar a Dios ante los hombres, algo que Cristo fue también: Deut 18:15; Hechos 3:22 y 7:37-38).
Mediante su demostración de que la raza humana, incluso en carne caída —Cristo mismo en su humillación— puede guardar la ley, ganó en favor del hombre caído una segunda oportunidad (Rom 8:3-4).
Habiendo ofrecido su vida en sacrificio, y sellando así con su sangre derramada el nuevo pacto (Heb 8:3), la humanidad quedó redimida en Cristo en un sentido objetivo, histórico.
Las palabras dichas a Jesús a orillas del Jordán: “Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento” abarcan a toda la humanidad. Dios habló a Jesús como a nuestro representante. No obstante todos nuestros pecados y debilidades, no somos desechados como inútiles. El “nos hizo aceptos en el Amado” (DTG 87).
La tarea asignada ahora a nuestro Representante consiste en restaurar al hombre a una relación —de pacto— satisfactoria con Dios.
Leemos en Heb 8:6 que Cristo es el Mediador de un mejor pacto (el nuevo o eterno), por haber sido formado sobre mejores promesas.
Para ser realmente “mejor”, ese pacto ha de estar establecido sobre “mejores promesas” que las que hicieron Adán y Eva tras pecar (“prometieron prestar estricta obediencia en el futuro”), o las que prometió Israel al pie del Sinaí (Éxodo 19:8). También han de ser promesas (de parte de Dios) mejores que simplemente: ‘Obedece y vivirás’. No que esa sea una promesa deficiente de modo alguno: para Adán y Eva en su estado previo a la caída eran excelentes promesas, pero no para el hombre caído. Tras el pecado necesitamos promesas aún mejores que simplemente ‘obedece y vivirás’.
¿Cómo es posible? ¿Puede haber algo mejor que la “estricta obediencia”? ¿Puede haber algo mejor que simplemente ‘Obedece y vivirás’? —Sí. Mucho mejor, al menos en la naturaleza caída de quienes ya pecaron. Necesitamos la promesa del perdón y del poder para restaurar lo que se perdió. Necesitamos desesperadamente esa obediencia perfecta de la que somos incapaces, y todo eso es lo que tenemos en el nuevo pacto. Todo eso es lo que tenemos en Cristo, nuestro pacto nuevo y eterno. Y no lo tenemos solamente desde el año uno de la era cristiana, sino desde el principio del mundo, que disfrutó ya de los beneficios de la sangre del nuevo pacto (Apoc 13:8).
Cristo representa al hombre en ese mejor pacto, que viene así a transformarse en un pacto entre Dios (Padre) y el hombre: Jesucristo Hombre, nuestro Representante. En ese eterno, nuevo y mejor pacto entre el Padre y el Hijo, estamos incorporados en Cristo, Cabeza de nuestra raza. Lo estamos por pura gracia, por pura misericordia.
Ese don inmenso demanda una respuesta personal de fe: esa es la gran condición:
En el nuevo y mejor pacto Cristo ha cumplido la ley por los transgresores de la ley si lo reciben por la fe como Salvador personal (EGW, 7 CBA 943).
Las promesas del nuevo pacto son ciertamente mejores que las nuestras. Infinitamente mejores.
Las bendiciones del nuevo pacto están basadas únicamente en la misericordia para perdonar iniquidades y pecados (EGW, 7 CBA 943).
La promesa del perdón mediante la sangre derramada de Cristo, es una magnífica promesa, aunque no es la única, ya que su finalidad es devolver al hombre a la situación en la que puede obedecer la ley, condición ineludible para la vida.
Misericordia y perdón son la recompensa de todos los que vienen a Cristo confiando en los méritos de él para que quite sus pecados. En el mejor pacto somos limpiados del pecado por la sangre de Cristo (EGW, 7 CBA 943).
Cristo se ha comprometido a hacer al hombre “más precioso que el oro fino”, “más que el oro de Ofir” (Isa 13:12), y no cesará en su ministerio en el lugar santísimo del santuario celestial hasta que su obra de restauración sea tan perfecta y completa como lo fue en la creación, de forma que pueda presentar ante el Padre —y a la vista del universo— un pueblo que guarda los mandamientos de Dios y la fe de Jesús (Apoc 14:12). Cristo verá en ti y en muchos más el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho (Isa 53:11).
Su promesa es inmutable. Su eterno compromiso junto al Padre y al Espíritu Santo, de redimir y restaurar la raza humana, le permite hacernos “preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Ped 1:4). Se trata de las promesas que podemos leer en Jer 31:33-34 o Heb 8:10-12.
Dios juró por sí mismo que en la Simiente de Abraham —en Cristo— serían “benditas todas las gentes de la tierra” (Gén 22:16 y 18). Nuestra esperanza está basada en un fundamento infinitamente más sólido que nuestras promesas o votos de obediencia. Está basada en la promesa y juramento (Heb 6:17-19) de Aquel que “es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (Heb 13:8), Aquel en quien “no hay mudanza ni sombra de variación” (Sant 1:17), quien a través del velo —su humanidad— (Heb 10:20) nos permite entrar confiadamente hasta el santuario desde el que opera para nuestra restauración, pudiendo obtener “gracia para el oportuno socorro” (Heb 4:16). Ciertamente, “fiel es el que prometió” (Heb 13:23).