Capítulo 45
El Pacto Eterno: las promesas de Dios
The Present Truth, 11 marzo, 1897
La promesa, a punto de cumplirse
En el capítulo precedente, en que estudiamos la cautividad babilónica, vimos que si Israel hubiera aprendido la lección de la confianza en Dios, no habría continuado en la esclavitud del orgullo y la confianza propia. Los setenta años los habrían llevado a un punto en el que podría haberse cumplido rápidamente la tan largamente esperada promesa de la herencia eterna, pues como ya dijimos, hasta el principio de la cautividad en Babilonia, el único período de tiempo definido en la profecía era el de los setenta años. Pero Dios previó antes de que finalizase ese período que la lección no iba a resultar aprendida, de forma que hacia el final de los setenta años dio una visión al profeta Daniel en la que quedó establecido otro largo período. Brevemente expresada, la profecía dice así:
La visión de Daniel 8
Daniel vio en visión un carnero con la particularidad de que uno de sus dos cuernos era mayor que el otro, prevaleciendo finalmente sobre el otro. Vio "que el carnero hería con los cuernos al poniente, al norte y al sur, y que ninguna bestia podía parar delante de él, ni había quien escapara de su poder. Hacía conforme a su voluntad y se engrandecía" (Dan. 8:3 y 4).
A continuación vio un macho cabrío que venía con furia desde el este, teniendo un cuerno notable entre los ojos. "Vino hasta el carnero de dos cuernos que yo había visto en la ribera del río, y corrió contra él con la furia de su fuerza. Lo vi llegar junto al carnero; se levantó contra él y lo hirió, y le quebró sus dos cuernos; y el carnero no tenía fuerzas para hacerle frente. Lo derribó, por tanto, a tierra, lo pisoteó y no hubo quien librara de su poder al carnero. El macho cabrío creció en gran manera; pero cuando estaba en su mayor fuerza, aquel gran cuerno fue quebrado, y en su lugar salieron otros cuatro cuernos notables hacia los cuatro vientos del cielo. De uno de ellos salió un cuerno pequeño, que creció mucho hacia el sur y el oriente, y hacia la tierra gloriosa. Creció hasta llegar al ejército del cielo; y parte del ejército y de las estrellas echó por tierra, y las pisoteó. Aun se engrandeció contra el príncipe de los ejércitos; por él fue quitado el continuo sacrificio; echó por tierra la verdad e hizo cuanto quiso, y prosperó" (Dan. 8:5-11).
Después de haber dado algunos detalles adicionales en referencia a ese cuerno pequeño tan especial, el profeta finaliza así el relato de la visión:
"Entonces oí hablar a un santo; y otro de los santos preguntó a aquel que hablaba: ¿Hasta cuándo durará la visión del sacrificio continuo, la prevaricación asoladora y la entrega del santuario y el ejército para ser pisoteados? Y él dijo: Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado" (vers. 13 y 14).
La interpretación del ángel
No entraremos aquí en los detalles de la profecía; se trata de comprender su esencia, a fin de poder seguir la historia de la promesa. Un ángel fue el encargado de explicar la visión a Daniel, cosa que hizo en estos términos:
"En cuanto al carnero que viste, que tenía dos cuernos: estos son los reyes de Media y de Persia. El macho cabrío es el rey de Grecia, y el cuerno grande que tenía entre sus ojos es el rey primero. En cuanto al cuerno que fue quebrado y sucedieron cuatro en su lugar, significa que cuatro reinos se levantarán de esa nación, aunque no con la fuerza de él. Al fin del reinado de estos, cuando los transgresores lleguen al colmo, se levantará un rey altivo de rostro y entendido en enigmas. Su poder se fortalecerá, mas no con fuerza propia; causará grandes ruinas, prosperará, actuará arbitrariamente y destruirá a los fuertes y al pueblo de los santos. Con su sagacidad hará prosperar el engaño en su mano; en su corazón se engrandecerá y, sin aviso, destruirá a muchos. Se levantará contra el Príncipe de los príncipes, pero será quebrantado, aunque no por mano humana. La visión de las tardes y mañanas que se ha referido es verdadera; y tú guarda la visión, porque es para muchos días" (Dan. 8:20-26).
Se cita por nombre a los dos reinos universales que sucederían a Babilonia, y el otro queda descrito con una claridad tal, que podemos identificarlo inmediatamente. Roma fue el poder que adquirió el señorío del mundo, como resultado de la tercera convulsión de la que habla Ezequiel. Así lo indica llanamente el registro, en referencia a su obra en contra del Príncipe de los príncipes. Tras la muerte de Alejandro, rey de Grecia, su reino fue dividido en cuatro partes, y fue mediante la conquista de Macedonia –una de esas cuatro divisiones-, en el año 68 a. de C., como Roma adquirió el dominio que le permitió dictar al mundo. Esa es la razón por la que leemos que procedería de una de los cuatro reinos resultantes de la división.
Un período profético prolongado
Pero en relación con esa visión había un período de tiempo que el ángel no explicó, al explicar el resto de la visión. Se trata de los dos mil trescientos días -literalmente, tardes y mañanas-. Que no se trata de días literales, podemos saberlo por esta razón: Estamos ante una profecía expresada en símbolos, en la que animales de una vida limitada son empleados para representar a reinos que existieron durante cientos de años; armoniza perfectamente con el método de la profecía simbólica el emplear los días en relación con esos símbolos, pero es evidente que deben representar un período de orden superior y más prolongado en la interpretación, dado que dos mil trescientos días literales –algo más de seis años-, no pasaría de ser escasamente el comienzo del primero de los reinos. Por lo tanto, podemos estar seguros de que cada día representa un año, tal como el Señor utilizó los días en sentido simbólico, en Ezequiel 4:6.
El mismo ángel regresó con posterioridad, en respuesta a la oración de Daniel, para hacerle comprender el resto de la visión, es decir, lo relativo a los días (ver Dan. 9:20-23). Comenzando en el punto en que lo había dejado, como si no hubiera pasado ni un momento, el ángel le dijo: "Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo...", etc. (vers. 24).
Setenta semanas -cuatrocientos noventa años- estaban determinadas o cortadas de los dos mil trescientos años, y asignadas al pueblo judío. Habían de comenzar con el decreto para restaurar y edificar Jerusalén. Encontramos ese decreto, en su forma plena y operativa, en Esdras 7:11-26, y fue dado en el año séptimo de Artajerjes, rey de Persia, que corresponde al año 457 a. de C. Comenzando en el año 457 a. de C., cuatrocientos noventa años nos sitúan en el año 34 de nuestra era.
Pero la última de esas setenta semanas proféticas estaba dividida. Sesenta y nueve semanas –483 años-, alcanzando hasta el año 27 de nuestra era, marcaron el tiempo de la manifestación del Mesías, o el Ungido: el momento en el que Jesús fue ungido con el Espíritu Santo en su bautismo.
A la mitad de la última semana de años, es decir, tres años y medio después del bautismo de Jesús, "se [quitaría] la vida al Mesías". Durante toda esa semana, es decir durante esos siete años, confirmó el pacto (vers. 27).
Es bien fácil calcular el alcance de todo el período de los dos mil trescientos años: nos lleva al año 1844 de nuestra era, que queda ya en el pasado. Así pues, ha expirado el período profético más largo que nos da la Biblia, de forma que verdaderamente el tiempo del cumplimiento de la promesa ha de estar a las puertas. Nadie puede decir cuándo vendrá el Señor a restaurar todas las cosas, pues "el día y la hora nadie sabe" (Mat. 24:36).
El reino de Dios, quitado del pueblo judío
Pero volvamos de nuevo por un momento a ese período de los cuatrocientos noventa años dedicados al pueblo judío. ¿Hubo acaso un tiempo en el que Dios fue parcial, de forma que no pusiera la salvación al alcance de ningún otro pueblo? Imposible, pues Dios no hace acepción de personas. Se trataba simplemente de una demostración de la bondad y paciencia de Dios, quien esperó largos años para dar la oportunidad al pueblo de Israel de aceptar su llamamiento como sacerdotes para Dios, a fin de que dieran a conocer la promesa a todo el mundo. Pero no quisieron. Al contrario: la olvidaron ellos mismos hasta tal punto, que rechazaron al Mesías cuando vino.
Así, de pertenecer al reino de Israel, quinto y último reino universal, pasaron a no tener ningún lugar concreto en la promesa. Individuos del pueblo judío pueden salvarse creyendo al evangelio, de la misma forma que toda otra persona, pero sólo así. El templo desolado y el velo rasgado en dos, revelando el hecho de que la gloria de Dios no moraba ya más en su lugar santísimo, eran el símbolo de su relación con el pacto. Pueden como individuos ser injertados en el olivo, lo mismo que cualquier gentil, constituyéndose así en Israel; pero su posición de primacía, como instructores religiosos del mundo, desapareció para siempre debido a que no la quisieron apreciar. No conocieron el tiempo de su visitación.
El llamado final a Babilonia
¿Qué queda ahora? Sólo esto: que el pueblo de Dios oiga y obedezca su llamado a salir de Babilonia, a fin de que no reciba de sus plagas permaneciendo en ella. Aunque la ciudad del Éufrates fue destruida hace muchos cientos de años, incluso algunos cientos de años antes de Cristo, no obstante cerca de un siglo después de iniciada nuestra era, el profeta Juan fue movido por el Espíritu a repetir las mismas advertencias pronunciadas por Isaías contra Babilonia, y en términos virtualmente idénticos:
"Cuanto ella se ha glorificado y ha vivido en deleites, tanto dadle de tormento y llanto, porque dice en su corazón: Yo estoy sentada como una reina, no soy viuda y no veré llanto. Por lo cual, en un solo día vendrán sus plagas: muerte, llanto y hambre, y será quemada con fuego, porque poderoso es Dios el Señor, que la juzga" (Apoc. 18:7 y 8. Compáralo con Isa. 47:7-10).
Babilonia era una ciudad pagana, que se exaltaba por encima de Dios. Tal como ilustra la fiesta de Belsasar (Dan. 5), representaba el tipo de religión que desafía a Dios. Existe hoy el mismo espíritu, no simplemente en una cierta sociedad, sino allí en donde los hombres elijan su propio camino en la religión, en lugar de someterse a toda palabra que procede de la boca de Dios. En su gran paciencia y tierna misericordia, Dios espera hasta que su pueblo salga de Babilonia y se humille para caminar con él, predique el evangelio del reino con todo el poder del reino, incluso del reino venidero, "para testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin" (Mat. 24:14).
Ese "fin" será la destrucción de Babilonia, tal como predijo Jeremías; pero de igual forma en que la antigua Babilonia fue un reino universal y su auténtico rey -como revela Isaías 14- era el propio Satanás, el dios de este mundo, así también la destrucción de la actual Babilonia no es nada menos que el juicio de Dios sobre toda la tierra, que coincidirá con la liberación de su pueblo. Leamos ahora las palabra que pronunció Jeremías contra "todas las naciones", cuando profetizó en referencia al final de la cautividad babilónica:
La controversia de Dios con las naciones
"Así me dijo Jehová, Dios de Israel: Toma de mi mano la copa del vino de este furor, y haz que beban de ella todas las naciones a las cuales yo te envío. Beberán, y temblarán y enloquecerán a causa de la espada que yo envío entre ellas. Yo tomé la copa de la mano de Jehová, y di de beber a todas las naciones a las cuales me envió Jehová: a Jerusalén, a las ciudades de Judá, a sus reyes y a sus príncipes, para convertirlos en ruinas, en espanto, en burla y en maldición, como hasta hoy; al faraón, rey de Egipto, a sus servidores, a sus príncipes y a todo su pueblo; y a todo el conjunto de naciones, a todos los reyes de tierra de Uz y a todos los reyes de la tierra de Filistea: de Ascalón, Gaza, Ecrón y el resto de Asdod; de Edom, Moab y los hijos de Amón; a todos los reyes de Tiro, a todos los reyes de Sidón, a los reyes de las costas que están de este lado del mar: Dedán, Tema y Buz, y todos los que se rapan las sienes; a todos los reyes de Arabia, a todos los reyes del conjunto de pueblos que habitan en el desierto; a todos los reyes de Zimri, a todos los reyes de Elam, a todos los reyes de Media; a todos los reyes del norte, los de cerca y los de lejos, a los unos y a los otros, y a todos los reinos del mundo que están sobre la faz de la tierra. Y el rey de Babilonia beberá después de ellos. Les dirás, pues: Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: ¡Bebed, embriagaos y vomitad; caed y no os levantéis, a causa de la espada que yo envío entre vosotros! Y si no quieren tomar la copa de tu mano para beber, tú les dirás: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Tenéis que beberla, porque yo comienzo a causarle mal a la ciudad en la cual es invocado mi nombre, ¿y vosotros seréis absueltos? ¡No seréis absueltos, porque espada traigo sobre todos los habitantes de la tierra, dice Jehová de los ejércitos. Tú, pues, profetizarás contra ellos todas estas palabras. Les dirás: Jehová ruge desde lo alto, y desde su morada santa da su voz; ruge fuertemente contra su redil; canción de lagareros canta contra todos los moradores de la tierra. Llega el estruendo hasta el fin de la tierra, porque Jehová está en pleito contra las naciones; él es el Juez de todo mortal y entregará a los impíos a la espada, dice Jehová. Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Ciertamente el mal irá de nación en nación, y una gran tempestad se levantará desde los extremos de la tierra. Yacerán los muertos de Jehová en aquel día desde un extremo de la tierra hasta el otro; no se hará lamentación, ni se recogerán ni serán enterrados, sino que como estiércol quedarán sobre la faz de la tierra" (Jer. 25:15-33).
Esa es la terrible condenación hacia la que se están apresurando todas las naciones de la tierra. Todas se están armando para esa gran batalla. Muchas de ellas están soñando con confederarse en un dominio global; pero Dios ha dicho a propósito de tales dominios en esta tierra: "Esto no será más, hasta que venga aquel a quien corresponde el derecho, y yo se lo entregaré" (Eze. 21:27). La última convulsión generalizada ocurrirá en ocasión de la venida de "la Descendencia a quien fue hecha la promesa" (Gál. 3:19), quien tomará entonces el reino. Esos terribles juicios están siendo demorados aún por un poco más de tiempo, a fin de que todos puedan tener la oportunidad de cambiar las armas de la carne por la espada del Espíritu, la Palabra de Dios, que es poderosa "en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo" (2 Cor. 10:4 y 5).
Ese tipo de cautividad es realmente libertad. Mediante la Palabra de Dios salimos de la cautividad del orgullo y confianza propia babilónicos, para ir a la libertad de la bondad divina. ¿Oirás el llamado a salir de Babilonia, y rechazarás la esclavitud de la tradición humana y la especulación, a cambio de la libertad que da la eterna Palabra de la verdad divina?