Capítulo 35
El Pacto Eterno: las promesas de Dios
The Present Truth, 31 diciembre, 1896
Entrada en la tierra prometida
"Por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el desierto" (Hech. 13:18). En su discurso en la sinagoga de Antioquía, el apóstol Pablo se refirió con esas breves palabras a los cuarenta años que los israelitas vagaron por el desierto; y para lo que nos interesa estudiar ahora, los podemos pasar con igual rapidez. Su conducta fue tal que Dios, literalmente, los "soportó". Es un relato saturado de murmuración y rebelión. "Por cuanto no le habían creído ni habían confiado en su salvación" (Sal. 78:22). "¡Cuántas veces se rebelaron contra él en el desierto, y lo enojaron en el yermo! Y volvían, y tentaban a Dios, y provocaban al Santo de Israel. No se acordaban de su mano, del día que los redimió de la angustia; cuando manifestó en Egipto sus señales y sus maravillas en el campo de Zoán" (vers. 40-43). A pesar de que vieron durante cuarenta años las obras de Dios, no aprendieron sus caminos; "Por eso [dice el Señor] me disgusté contra aquella generación y dije: ‘Siempre andan vagando en su corazón y no han conocido mis caminos’. Por tanto, juré en mi ira: ‘No entrarán en mi reposo’" (Heb. 3:10 y 11).
Una herencia de fe
"Y vemos que no pudieron entrar a causa de su incredulidad" (Heb. 3:19). ¿Qué nos dice eso en cuanto a la naturaleza de la herencia a la que Dios estaba guiando a su pueblo? Simplemente esto: que era una herencia que solamente podían poseer los que tuvieran fe; sólo la fe podía otorgarla. En el mundo, las posesiones temporales suelen ser la ganancia de hombres incrédulos, incluso de quienes desprecian y blasfeman a Dios. De hecho, hombres incrédulos poseen la mayor parte de los bienes de este mundo. Muchos, además de David, han envidiado la prosperidad de los malvados; pero un sentimiento de envidia como ese surge solamente cuando miramos a las cosas temporales, en lugar de mirar a las eternas. "La prosperidad de los necios los echará a perder" (Prov. 1:32). Dios ha elegido "a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que lo aman" (Sant. 2:5). La esperanza de los patriarcas estaba puesta en un reino que "no es de este mundo" (Juan 18:36), sino que es "mejor, esto es, celestial" (Heb. 11:16). Es a ese reino o patria a donde Dios prometió guiar a su pueblo, cuando lo liberó de Egipto. Pero sólo los "ricos en fe" podían poseerlo.
Había llegado el tiempo en el que Dios podría llevar a cabo su propósito para con su pueblo. Los incrédulos que habían anunciado que sus pequeños morirían en el desierto, habían perecido, y ahora esos mismos niños, que habían crecido hasta la edad adulta, habiendo confiado en el Señor, estaban a punto de entrar en la tierra prometida. Después de la muerte de Moisés, Dios dijo a Josué: "Levántate y pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, hacia la tierra que yo les doy a los hijos de Israel. Yo os he entregado, tal como lo dije a Moisés, todos los lugares que pisen las plantas de vuestros pies" (Josué 1:2 y 3).
Cruzando el Jordán
Pero el Jordán se interponía entre ellos y la tierra a la que habían de ir con todos sus pequeños y ganados. El río estaba en su fase más crecida, desbordándose de las riberas, y no había puentes; pero el mismo Dios que había conducido a su pueblo a través del Mar Rojo seguía guiándolos aún, y era tan poderoso como entonces para obrar maravillas. Todos en el pueblo ocuparon sus puestos, según la instrucción que el Señor había dado. Los sacerdotes que llevaban el arca iban unos 900 metros adelantados a la multitud. Se dirigieron al río, que seguía discurriendo por su cauce. Llegaron al borde de la corriente, y las aguas no retrocedieron ni un ápice. Pero ese pueblo había aprendido a confiar en el Señor, y puesto que él les había dicho que avanzaran, no dudaron ni por un instante. Entraron en el agua, a pesar de saber que era profunda como para no tocar fondo, y con una corriente de la suficiente intensidad como para arrastrarlos. No era su parte el considerar las dificultades, sino obedecer al Señor, y él les abriría el camino. "Aconteció que... cuando los que llevaban el Arca entraron en el Jordán y los pies de los sacerdotes que llevaban el Arca se mojaron a la orilla del agua (porque el Jordán suele desbordarse por todas sus orillas todo el tiempo de la siega), las aguas que venían de arriba se amontonaron bien lejos de la ciudad de Adam, que está al lado de Saretan, y las que descendían al mar del Arabá, al Mar Salado, quedaron separadas por completo, mientras el pueblo pasaba en dirección a Jericó. Pero los sacerdotes que llevaban el Arca del pacto de Jehová, permanecieron firmes sobre suelo seco en medio del Jordán, hasta que todo el pueblo acabó de pasar el Jordán. Y todo Israel pasó por el cauce seco" (Josué 3:14-17).
¡Qué demostración de fe y confianza en Dios! El cauce del Jordán estaba seco a su paso, es cierto, pero a su derecha había una pared de agua que aumentaba en altura continuamente, sin ninguna contención visible. Imagina la escena, con aquella masa de agua aparentemente amenazando al pueblo, y podrás apreciar mejor su fe al pasar en calma ante ella. Todo el tiempo de la travesía los sacerdotes permanecieron incólumes en medio del cauce, y el pueblo lo atravesó sin romper las filas. No hubo ningún desorden ni apresuramiento indebido por miedo a que las aguas cayeran sobre ellos, ya que "el que crea, no se apresure" (Isa. 28:16).
Por fin libres
"En aquel tiempo, Jehová dijo a Josué: ‘Hazte cuchillos afilados y vuelve a circuncidar por segunda vez a los hijos de Israel’... Los hijos de Israel anduvieron por el desierto durante cuarenta años, hasta que todos los hombres aptos para la guerra que habían salido de Egipto perecieron. Como no obedecieron a la voz de Jehová, Jehová juró que no les dejaría ver la tierra que él había jurado a sus padres que nos daría, tierra que fluye leche y miel. A sus hijos, los que él había puesto en lugar de ellos, Josué los circuncidó, pues eran incircuncisos, ya que no habían sido circuncidados por el camino. Cuando acabaron de circuncidar a toda la gente, se quedaron en su lugar en el campamento hasta que sanaron. Entonces Jehová dijo a Josué: ‘Hoy he quitado de encima de vosotros el oprobio de Egipto’. Por eso se llamó Gilgal aquel lugar, hasta hoy" (Josué 5:2-9).
A fin de apreciar la importancia de esa ceremonia en aquella circunstancia, hemos de recordar el significado de la circuncisión, y hemos de saber también en qué consistía el "oprobio de Egipto". La circuncisión significaba la justicia por la fe (Rom. 4:11); la verdadera circuncisión, la alabanza de la cual no viene de los hombres, sino de Dios, es la obediencia -"del corazón, en espíritu"- a la ley (Rom. 2:25-29); es desconfianza total en el "yo", y confianza y gozo en Cristo Jesús (Fil. 3:3). En el caso que estamos considerando vemos que el propio Dios ordenó al pueblo que fuera circuncidado, una prueba positiva de que él los aceptaba como justos. Les sucedió como a Abraham: su fe les fue contada por justicia.
"La justicia engrandece a la nación; el pecado es afrenta de las naciones" (Prov. 14:34). El "oprobio de Egipto" era el pecado. Fue el pecado lo que Dios quitó "de encima" de los hijos de Israel, ya que la genuina circuncisión del corazón, la única que Dios considera circuncisión, es "despojaros del cuerpo de los pecados, mediante la circuncisión hecha por Cristo" (Col. 2:11). "Así ha dicho Jehová, el Señor: El día que escogí a Israel y que alcé mi mano para jurar a la descendencia de la casa de Jacob, cuando me di a conocer a ellos en la casa de Egipto, cuando alcé mi mano y les juré diciendo: Yo soy Jehová, vuestro Dios... entonces les dije: Cada uno eche de sí las abominaciones de delante de sus ojos, y no os contaminéis con los ídolos de Egipto. Yo soy Jehová vuestro Dios. Pero ellos se rebelaron contra mí y no quisieron obedecerme; no echó de sí cada uno las abominaciones de delante de sus ojos ni dejaron los ídolos de Egipto" (Ezeq. 20:5-8).
Los que salieron de Egipto junto con Moisés no entraron en la tierra prometida debido a que no abandonaron los ídolos de Egipto. Un pueblo no puede ser libre y esclavo a la vez. La esclavitud de Egipto –"el oprobio de Egipto"- no era simplemente las labores cansinas que estaban obligados a realizar, sin ser remunerados en correspondencia, sino la abominable idolatría de Egipto en la que habían caído. Es de eso de lo que Dios iba a librar a su pueblo, cuando dijo al faraón: "Deja ir a mi pueblo, para que me sirva" (Éx. 7:16).
El pueblo había obtenido por fin esa libertad. Dios declaró que la esclavitud, el pecado, el oprobio de Egipto, les había sido quitado de encima. Se podía entonces cantar: "Abrid las puertas y entrará la gente justa, guardadora de verdades" (Isa. 26:2).
La victoria de la fe
"Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días" (Heb. 11:30).
"Es, pues, la fe, la sustancia de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve" (Heb. 11:1).
"Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para destrucción de fortalezas" (2 Cor. 10:4).
Los hijos de Israel estaban en la tierra prometida, pero sin embargo, por toda apariencia, no poseían aquella tierra más que antes. Seguían morando en tiendas, mientras que los habitantes de la tierra vivían afianzados en sus ciudades, que estaban "amuralladas hasta el cielo" (Deut. 1:28), con la misma fortaleza que tenían cuando el simple informe traído sobre ellas había hecho que desmayara el corazón de los hijos de Israel cuarenta años antes. Pero las paredes amuralladas y las multitudes armadas no cuentan, cuando la batalla es del Señor.
"Jericó estaba cerrada, bien cerrada, por temor a los hijos de Israel: nadie entraba ni salía" (Josué 6:1). Jericó fue la primera ciudad que se tomó, y el modo de operación indicado por el Señor estaba calculado para poner a prueba la fe de los israelitas. Todo el pueblo tenía que marchar alrededor de la ciudad en perfecto silencio, con excepción de los sacerdotes que iban a la cabeza con el Arca, haciendo sonar sus trompetas. "Josué dio esta orden al pueblo: ‘Vosotros no gritaréis, ni se oirá vuestra voz, ni saldrá palabra de vuestra boca hasta el día que yo os diga: "Gritad". Entonces gritaréis’" (Josué 6:10). Tan pronto como hubieron completado ese silencioso rodeo a la ciudad, tenían que ir al campamento. Habían de repetirlo por seis días sucesivos, y en el séptimo día lo habían de realizar siete veces.
Imagina la situación: toda la multitud marchando alrededor de la ciudad y regresando al campamento. Repitieron eso una vez tras otra sin ningún resultado aparente. Las murallas se alzaban tan altas e imponentes como antes; ni una sola piedra se derrumbaba, no cedía ninguna parte del cemento. Sin embargo, no se oyó ni una sola palabra de queja por parte de miembro alguno del pueblo.
Podemos bien suponer que los primeros uno o dos días, la visión de esa numerosa hueste marchando silenciosamente alrededor de la ciudad llenó a sus habitantes de aprensión, más aún teniendo en cuenta que ya se habían aterrorizado previamente al escuchar los informes acerca de lo que Dios había hecho en favor de aquel pueblo. Pero al repetirse la marcha día tras día sin un propósito aparente, cuán natural habría resultado que los sitiados recobraran el ánimo y considerasen aquello como una farsa. Muchos debieron comenzar a burlarse, y a ridiculizar a los israelitas por su ilógico proceder. Era imposible encontrar en los anales de guerra precedentes de un modo tal de proceder para capturar una ciudad, y habría sido contrario a la naturaleza humana si la gente de la ciudad no se hubiera burlado abiertamente de los que marchaban a su alrededor.
Pero de las filas de Israel no salió ni una sola palabra de réplica. Pacientemente sobrellevaron cuantas imprecaciones pudieron hacerles. No se levantó nadie exclamando: ‘¿De qué sirve todo esto?’ ‘¿Qué clase de general es este Josué?’ ‘¿Acaso supone que el ruido de nuestros pasos va a hacer vibrar la muralla hasta derrumbarla?’ ‘¡Estoy harto de este sin-sentido! Voy a quedarme en la tienda hasta que se haga algo razonable’ Quien conozca mínimamente la naturaleza humana sabe que en tales circunstancias lo que se podía esperar es un sinnúmero de expresiones como esas, y otras similares; y sería excepcional que no se diera una abierta rebelión en contra de un proceder como ese. Sin duda el pueblo de Israel habría reaccionado así cuarenta años antes, y el hecho de que marcharan ahora en paciente silencio alrededor de la ciudad en trece vueltas sin propósito aparente, es prueba de la fe más notable que el mundo haya conocido en un pueblo. Piensa en toda una nación en la que no fuese posible encontrar un criticón, ni uno sólo que expresara una palabra de queja, al ser puesto en una situación inconveniente que fuese incapaz de comprender, y que fuese inútil por toda apariencia.
El séptimo día estaba a punto de expirar, y se completó la decimatercera vuelta a la ciudad. Todo permanecía exactamente como al principio. Venía ahora la última y decisiva gran prueba de la fe. "Cuando los sacerdotes tocaron las bocinas la séptima vez, Josué dijo al pueblo: ‘¡Gritad, porque Jehová os ha entregado la ciudad!’" (Josué 6:16).
¿Por qué habían de gritar? Porque el Señor les había dado la ciudad; tenían que proclamar la victoria. Pero ¿de qué evidencia disponían para saber que habían ganado la victoria? No podían percibir victoria alguna. "Es, pues, la fe, la sustancia de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve". La victoria era suya, puesto que Dios se la había concedido, y la fe de ellos se aferraba de la palabra de Dios, que así lo afirmaba. No dudaron ni por un momento; su fe fue perfecta, y en respuesta a la voz que lo ordenó, toda la vasta multitud dio un grito de triunfo. "Entonces el pueblo gritó, y los sacerdotes tocaron las bocinas. Y aconteció que cuando el pueblo escuchó el sonido de la bocina, gritó con un gran vocerío y el muro se derrumbó" (Josué 6:20).
La promesa hecha a aquel pueblo es la misma que Dios nos hace hoy a nosotros; y todo lo que quedó escrito de ellos, lo fue para nuestra instrucción. "No se apoderaron de la tierra por su espada, ni su brazo los libró; sino tu diestra, tu brazo, y la luz de tu rostro, porque te complaciste en ellos" (Sal. 44:3). Dios nos concederá de igual forma la "salvación de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odiaron", a fin de que, librados de la mano de nuestros enemigos, podamos servir a Dios sin temor, en santidad y justicia todos los día de nuestra vida (Luc. 1:68-75). Esa liberación tiene lugar mediante Cristo, quien es hoy, como en los días de Josué, "el Príncipe del ejército de Jehová" (Josué 5:15). Nos dice: "En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo" (Juan 16:33). "Y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad" (Col. 2:10). Por lo tanto, "esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe" (1 Juan 5:4).