Capítulo 33
El Pacto Eterno: las promesas de Dios
The Present Truth, 17 diciembre, 1896
El velo y la sombra
"Si todavía nuestro evangelio está velado, entre los que se pierden está velado. El dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no vean la luz del evangelio de la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios" (2 Cor. 4:3 y 4).
"Descendió Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del Testimonio en sus manos. Al descender del monte, la piel de su rostro resplandecía por haber estado hablando con Dios, pero Moisés no lo sabía" (Éx. 34:29). Tras haber estado hablando con Dios, el rostro de Moisés resplandecía incluso después de abandonar la presencia inmediata de Dios. "Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés, y al ver que la piel de su rostro resplandecía, tuvieron miedo de acercarse a él. Entonces Moisés los llamó; Aarón y todos los príncipes de la congregación se acercaron a él, y Moisés les habló. Luego se acercaron todos los hijos de Israel, a los cuales mandó todo lo que Jehová le había dicho en el monte Sinaí. Cuando acabó Moisés de hablar con ellos, puso un velo sobre su rostro. Cuando Moisés iba ante Jehová para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía. Al salir, comunicaba a los hijos de Israel lo que le era mandado. Al mirar los hijos de Israel el rostro de Moisés, veían que la piel de su rostro resplandecía, y entonces Moisés volvía a ponerse el velo sobre el rostro, hasta que entraba a hablar con Dios" (vers. 30-35).
La incredulidad ciega la mente. Actúa como un velo que atenúa la luz. Es sólo por la fe como comprendemos. Moisés tenía una fe profunda y consistente; por lo tanto, "se sostuvo como viendo al invisible" (Heb. 11:27). No tenía necesidad alguna de velar su rostro, aún en la presencia inmediata de la gloria de Dios. El velo con el que cubría su rostro cuando hablaba con los hijos de Israel lo llevaba solamente por causa de ellos, debido a que su rostro brillaba de forma que no podían mirarlo. Pero se retiraba el velo cuando regresaba para hablar con el Señor.
El velo en el rostro de Moisés era una concesión a la debilidad del pueblo. De no haberlo llevado, cada uno de ellos se habría visto obligado a poner un velo sobre su propio rostro a fin de poder acercarse a escuchar a Moisés. No eran capaces, como lo fue Moisés, de contemplar la gloria del Señor a cara descubierta. Por lo tanto, para fines prácticos, cada uno de ellos llevaba un velo en su propio rostro. Moisés, por contraste, no lo llevaba.
Ese velo en los rostros de los hijos de Israel representaba la incredulidad que albergaban sus corazones. Se puede decir, por lo tanto, que el velo estaba en sus corazones. "El entendimiento de ellos se embotó", "y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos" (2 Cor. 3:14 y 15). Eso es cierto, no sólo del pueblo judío, sino de todos cuantos son incapaces de ver a Cristo en todos los escritos de Moisés.
Un velo interpuesto entre la luz y el pueblo, deja a éste en la sombra. Así, cuando los hijos de Israel interpusieron el velo de incredulidad entre ellos y "la luz del evangelio de la gloria de Cristo" (2 Cor. 4:4), sólo pudieron obtener la sombra de esa luz. Recibieron solamente la sombra de los bienes que les habían sido prometidos, en lugar de la sustancia misma de ellos. Analicemos cuáles fueron algunas de las sombras, por contraste con las realidades.
Sombra y realidad
1. Dios les había dicho: "Si dais oído a mi voz y guardáis mi pacto... vosotros me seréis un reino de sacerdotes" (Éx. 19:5 y 6). Pero nunca fueron un reino de sacerdotes. Sólo una tribu, la de Leví, podía tener algo que ver con el santuario, y de esa tribu solamente una familia, la de Aarón, podía tener sacerdotes. Cualquiera que pretendiera servir como sacerdote en la forma que fuera, sin pertenecer a la familia de Aarón, se enfrentaba a una muerte segura. No obstante, todos los que son realmente hijos de Dios mediante la fe en Jesucristo son "sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo" (1 Ped. 2:5). Eso es lo que Dios prometió en el Sinaí a la nación judía; pero nunca lo alcanzaron, pues no guardaron el pacto divino de la fe sino que confiaron en sus propias fuerzas.
2. En lugar de ser llevados al santuario celestial que estableció la mano de Dios, para ser plantados allí, tuvieron un santuario terrenal hecho por el hombre, y ni siquiera en éste se les permitía entrar.
3. El trono de Dios, en el santuario de arriba, es un trono viviente, con movimiento propio, que va y viene como el relámpago, en respuesta inmediata a los designios del Espíritu (Ezequiel 1). Por el contrario, lo que tenían en el santuario terrenal no era sino la débil representación de ese trono en la forma de un arca de madera y oro que necesitaba ser transportada sobre los hombros del humano.
4. La promesa, en el pacto con Abraham que el pueblo de Dios había de guardar, consistía en que la ley sería puesta en sus corazones. Los hijos de Israel obtuvieron la ley en tablas de piedra. En lugar de recibir por la fe "la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús" (Rom. 8:2), es decir, la "piedra viva" en medio del trono de Dios (1 Ped. 2:3 y 4; Apoc. 5:6), que les habría impartido vida y habría hecho de ellos piedras vivientes, recibieron la ley solamente en tablas de fría piedra, desprovista de vida, que no podía traerles otra cosa que la muerte.
5. Resumiendo, en lugar del ministerio de la justicia de Dios en Cristo, recibieron sólo el ministerio de muerte (2 Cor. 3:7-18), porque lo mismo que es sabor de vida para el que cree, es sabor de muerte para quien no lo hace.
Pero observa la bondad y misericordia de Dios incluso en eso: les estaba ofreciendo los brillantes rayos de su glorioso evangelio y respondieron interponiendo un velo de incredulidad, de forma que sólo pudieron recibir la sombra. Sin embargo, esa misma sombra era un continuo recordatorio de la realidad. Cuando una densa nube arroja su sombra sobre la tierra, sabemos, si es que reflexionamos, que sería imposible que diese una sombra de no ser por la presencia del sol, de forma que aun la propia nube proclama la existencia del sol. Por lo tanto, si la gente en nuestros días no fuese tan ciega como lo fueron casi siempre los hijos de Israel, estaría continuamente gozándose en la luz del rostro de Dios, puesto que hasta incluso la más negra nube es prueba de la presencia de la luz, y la fe siempre tiene por efecto que la nube se disipe, o bien que se vea en ella el arco de la promesa.
El testimonio de Dios en la incredulidad
Era preferible que los judíos tuvieran la ley, aunque fuera como un testimonio en su contra, a que no la tuvieran en absoluto. Significaba para ellos una gran ventaja en todo respecto, el que se les hubieran confiado los oráculos de Dios (Rom. 3:2). Es preferible que esté presente la ley y reprenda nuestros pecados, señalando el camino de justicia, que estar enteramente sin ella. Así los judíos, en su incredulidad, estaban en ventaja con respecto a los paganos: Tenían "en la Ley la forma del conocimiento y de la verdad" (Rom. 2:20). Si bien es cierto que esa forma no podía salvarlos, y no hacía sino agravar su condenación si rechazaban la instrucción para cuyo fin estaba designada, era no obstante una ventaja en el sentido de que era para ellos un continuo testimonio de Dios. Dios no dejó a los paganos sin testimonio, por cuanto les habló también a ellos mediante las cosas que había creado, predicándoles el evangelio en la creación; pero el testimonio que dio a los judíos, además del precedente, era la imagen misma de las realidades eternas del propio Dios.
Y las realidades mismas eran para su pueblo. Únicamente el velo de incredulidad en sus corazones evitó que recibieran la sustancia, en lugar de meramente la sombra; pero Cristo quita ese velo (2 Cor. 3:15), y él estuvo allí presente con ellos. Allí donde el corazón se vuelva hacia el Señor, será quitado el velo. Hasta el más ciego puede ver que el santuario del viejo pacto y las ordenanzas del servicio divino con él relacionadas, no eran las realidades que Dios prometió dar a Abraham y a su descendencia. Por lo tanto, podían haberse vuelto cabalmente al Señor, tal como hicieron algunos individuos en la historia de Israel.
Moisés habló con Dios con el rostro descubierto. Mientras que los demás se mantenían a distancia, Moisés se acercaba. Es sólo mediante la sangre de Cristo como puede uno acercarse. Por su sangre tenemos valor para entrar en el santísimo, la morada secreta de Dios. El hecho de que Moisés procedió como lo hizo, demuestra el conocimiento y confianza que tenía en el poder de esa preciosa sangre. Pero la sangre que otorgaba valentía y acceso a Moisés, podía haber hecho lo mismo en favor de todos los demás, si hubieran creído como hizo él.
No olvides que una sombra es indicativa de la presencia del brillante sol. Si la gloria de la justicia de Dios no hubiera estado presente en su plenitud, ni siquiera la sombra habría podido estar al alcance del pueblo de Israel. Y dado que fue la incredulidad lo que ocasionó la sombra, la fe los habría llevado directamente a la plenitud del sol, y habrían podido ser "para alabanza de la gloria de su gracia" (Efe. 1:6).
Moisés contempló la gloria a rostro descubierto, y fue transformado por él. Así, si creemos, "nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor" (2 Cor. 3:18). Tal habría podido suceder con los hijos de Israel, si hubieran creído, puesto que Dios no hace acepción de personas. Lo que Moisés tuvo, lo habrían podido tener todos.
Lo que fue abolido
"El fin de la Ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree" (Rom. 10:4). Cristo "quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio" (2 Tim. 1:10), y ese evangelio le fue predicado a Abraham y a Israel en Egipto, y en el desierto. Pero debido a la incredulidad del pueblo, no podían fijar "la vista en el fin de aquello que había de desaparecer" (2 Cor. 3:13). Debido a no aferrarse de Cristo por la fe, obtuvieron la ley solamente como el "ministerio de muerte" (vers. 7), en lugar de "la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús" (Rom. 8:2).
La gente habla de "la era del evangelio" y de la "dispensación del evangelio" como si el evangelio fuera una idea sobrevenida a posteriori por parte de Dios, o en el mejor caso como algo que Dios mantuvo por mucho tiempo fuera del alcance de la humanidad. Pero las Escrituras nos enseñan que la "dispensación evangélica" abarca desde el Edén perdido hasta el Edén restaurado. Sabemos que "será predicado este evangelio del Reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin" (Mat. 24:14). Ahí tenemos el final, pero el principio tuvo lugar cuando el hombre cayó. El apóstol Pablo dirige nuestra atención al hombre en su estado primitivo, coronado de gloria y honor, y puesto sobre las obras de las manos de Dios. Dirigiendo nuestra atención al hombre en el Edén, en su señorío sobre todo aquello que podía ver, el apóstol continúa así: "aunque todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas" (Heb. 2:8). ¿Por qué no? Porque cayó, perdiendo el reino y la gloria. Pero miramos aún a donde vimos primeramente al hombre en la gloria y el poder de la inocencia, y en donde lo vimos pecar y quedar destituido de la gloria de Dios, y "vemos... a Jesús". Cristo vino a buscar y a salvar lo que se perdió; y ¿dónde había de buscarlo, si no es donde se perdió? Él vino a salvar al hombre de la caída, por lo tanto vino necesariamente allí donde el hombre cayó. Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Así, la "dispensación evangélica", con la cruz de Cristo derramando la luz de la gloria de Dios en las tinieblas del pecado, viene desde la caída de Adán. Allá donde cayó el primer Adán, se levanta el segundo Adán, ya que allí está erigida la cruz.
"Pues por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos", ya que el segundo hombre Adán, es espíritu que da vida (1 Cor. 15:21, 45), es "la resurrección y la vida" (Juan 11:25). Por lo tanto, en Cristo fue abolida la muerte, y salió a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio, el día mismo en que Adán pecó. De no haber sucedido así, Adán hubiera perecido ese mismo día. Abraham y Sara demostraron en sus propios cuerpos que Dios había abolido la muerte, pues ambos experimentaron el poder de la resurrección, gozándose por ver el día de Cristo. Por lo tanto, la "dispensación evangélica" estaba aún mucho más en su plena gloria en un tiempo de la historia del mundo como el del Sinaí. Cualquier otra dispensación en la que la gente pueda haber militado, que no sea la evangélica, lo ha sido únicamente por la dureza e impenitencia de su corazón, que desprecia las riquezas de la bondad y paciencia de Dios, y atesora para sí ira, para el día de la ira.
Así, en el Sinaí, en Cristo fue quitado el ministerio de muerte. La ley fue dada "en manos de un Mediador" (Gál. 3:19), de forma que significaba vida para todos los que la recibieran en Cristo. Fue abolida la muerte, que viene por el pecado, y la potencia de la cual está en la ley (1 Cor. 15:56), y en su lugar se estableció la vida para todo aquel que creyera, fueran pocos o muchos en número.
Pero no hay que olvidar que, si bien el evangelio brilló en su plena gloria en el Sinaí, también la ley, tal como fue dada en el Sinaí, está siempre presente en el evangelio. La ley escrita en tablas de piedra no era más que una sombra; no obstante era una sombra exacta de la ley viviente en la Piedra viva, Jesucristo. Dios quiere que todos sepan, allí donde sea oída su voz, que la justicia que la obediencia de Cristo imparte al creyente es la justicia que describe la ley proclamada en el Sinaí. Ni una sola letra de ella puede ser alterada. Es una fotografía exacta del carácter de Dios en Cristo. Una fotografía no es más que un sombra, es cierto; pero si la luz es clara, se trata de una representación exacta de alguna realidad. En este caso la luz era "la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios" (2 Cor. 4:4), a fin de que podamos saber que los diez mandamientos son la forma exacta y literal de la justicia de Dios. Nos describen precisamente lo que el Espíritu Santo grabará en letras brillantes y vivientes sobre las tablas de carne de nuestros corazones, si es que están sensibilizadas por la fe sincera.