Capítulo 31
El Pacto Eterno: las promesas de Dios
The Present Truth, 3 diciembre, 1896
Sinaí y Sión
"Grande es Jehová y digno de ser en gran manera alabado en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo. ¡Hermosa provincia, el gozo de toda la tierra es el monte Sión, a los lados del norte! ¡La ciudad del gran Rey!" (Sal. 48:1-3).
Tenemos aquí una entusiasta expresión de alabanza acerca de la morada de Dios en el cielo. Porque "Jehová está en su santo Templo; Jehová tiene en el cielo su trono" (Sal. 11:4). De Cristo, "el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos" (Heb. 8:1), dice el Señor: "Yo he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte" (Sal. 2:6).
Jesucristo, el rey ungido en Sión, es también sumo sacerdote "para siempre según el orden de Melquisedec" (Heb. 6:20). El Señor ha dicho del "varón llamado Retoño", que "edificará el templo del Eterno, será revestido de majestad real, y se sentará en su trono a gobernar. Será un sacerdote en su consejo de paz entre los dos" (Zac. 6:12 y 13). Así, al sentarse en el trono de su Padre en el cielo, es "ministro del santuario y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor y no el hombre" (Heb. 8:2).
Fue a ese lugar –al monte de Sión, al monte santo del Señor, a su santuario, al sitio de su morada- a donde Dios estaba dirigiendo a su pueblo Israel, cuando lo libró de Egipto. Cuando estuvieron a salvo, tras haber pasado el Mar Rojo, Moisés cantó el inspirado himno: "Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar donde has preparado, oh Jehová, tu morada, en el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado" (Éx. 15:17).
Pero no lo alcanzaron, porque no retuvieron "firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza" (Heb. 3:6). "Vemos que no pudieron entrar a causa de su incredulidad" (Heb. 3:19). Sin embargo, Dios no los abandonó, puesto que "si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo" (2 Tim. 2:13). Así pues, instruyó a Moisés a que solicitara del pueblo ofrendas ardientes de oro, plata y piedras preciosas, junto a otros materiales, y dijo: "Me harán un Santuario, y habitaré entre ellos. Conforme a todo lo que yo te muestre, el diseño de la Morada y de sus utensilios, así lo haréis" (Éx. 25:8 y 9).
No se trataba de "aquel verdadero Santuario que el Señor levantó" (Heb. 8:2), sino de un santuario hecho por el hombre. Ese santuario era copia o figura "de las cosas celestiales", no "las cosas celestiales mismas" (Heb. 9:23). No era más que una sombra de la realidad. Más adelante consideraremos el por qué de esa sombra. Los fieles, en aquellos tiempos antiguos, sabían tan bien como Esteban en años posteriores que "el Altísimo no habita en templos hechos de mano, como dice el profeta: ‘El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis? –dice el Señor-; ¿O cuál es el lugar de mi reposo?’" (Hech. 7:48 y 49). Salomón, en la dedicación de su gran templo, dijo: "¿Es verdad que Dios habitará con el hombre en la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener, ¿cuánto menos esta Casa que te he edificado?" (2 Crón. 6:18; N. Del T.: ver también 2 Crón. 7:14; 30:27, y 1 Rey. 8:27-43).
Todos los fieles hijos de Dios comprendían que el tabernáculo, templo o santuario terrenal no era el auténtico lugar de la morada de Dios, sino sólo una figura o tipo del mismo. Lo mismo se puede decir de los utensilios contenidos en el santuario terrenal.
De igual forma en que el trono de Dios está en su santo templo, en el cielo, así también en la representación de ese templo, en la tierra, había una representación de su trono. Una débil sombra o aproximación, desde luego, tan alejada de la realidad como lo están las obras del hombre de las de Dios, pero en todo caso, una figura o tipo de ese trono. Estaba en el arca que contenía las tablas de la ley. Unos pocos textos de la Escritura bastarán para mostrarlo.
Éxodo 25:10-22 contiene la descripción completa del arca. Era una estructura cuadrangular de madera, completamente cubierta de oro fino en su interior y en su exterior. El Señor instruyó a Moisés a que pusiera en el arca el Testimonio que le daría. Así lo hizo Moisés, ya que posteriormente, cuando refirió a Israel las circunstancias de la proclamación de la ley y la idolatría del pueblo que ocasionó el quebrantamiento de las primeras tablas, les dijo:
"En aquel tiempo Jehová me dijo: ‘Lábrate dos tablas de piedra como las primeras, y sube hasta mí al monte. Hazte también un arca de madera. Yo escribiré en esas tablas las palabras que estaban en las primeras tablas que quebraste, y tú las pondrás en el Arca’. Hice un arca de madera de acacia, labré dos tablas de piedra como las primeras y subí al monte con las dos tablas en mis manos. Él escribió en las tablas lo mismo que había escrito antes: los diez mandamientos que Jehová había proclamado en el monte de en medio del fuego, el día de la asamblea. Y me las entregó Jehová. Entonces me volví, descendí del monte y puse las tablas en el Arca que había hecho. Allí están todavía, como Jehová me lo mandó" (Deut. 10:1-5).
La cubierta del arca se denominaba propiciatorio, que significa sede de la misericordia. Estaba compuesto por una pieza de oro macizo, en cada uno de los extremos de la cual había, formando parte de la misma pieza, la figura de un querubín con las alas extendidas. "Estarán uno frente al otro, con sus rostros mirando hacia el propiciatorio". Tras dar esas indicaciones, el Señor añadió: "Pondrás el propiciatorio encima del Arca, y en el Arca pondrás el Testimonio que yo te daré". Así lo hizo Moisés, tal como hemos leído. "Allí me manifestaré a ti, y hablaré contigo desde encima del propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el Arca del testimonio, todo lo que yo te mande para los hijos de Israel" (Éx. 25:17-22).
Dios dijo que iba a hablarle "desde encima del propiciatorio". Así, leemos: "¡El Eterno reina! Tiemblen los pueblos. ¡Está entronizado entre querubines! Estremézcase la tierra. El Señor es grande en Sión. Exaltado sobre todos los pueblos" (Sal. 99:1 y 2). Los querubines estaban sobre el arca, lugar desde el cual Dios hablaría al pueblo. Propiciación significa gracia, de forma que en el propiciatorio del tabernáculo terrenal encontramos la representación del "trono de la gracia" al que se nos anima a acudir confiadamente, "para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro" (Heb. 4:16).
Fundamento del gobierno de Dios
Los diez mandamientos escritos sobre las dos tablas de piedra estaban en el arca, bajo el propiciatorio, mostrando así que la ley de Dios es la base de su trono y gobierno. En armonía con ello, leemos: "¡Jehová reina! ¡Regocíjese la tierra! ¡Alégrense las muchas costas! Nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el cimiento de su trono". "Justicia y derecho son el cimiento de tu trono; misericordia y verdad van delante de tu rostro" (Sal. 97:1 y 2; 89:14).
Puesto que el tabernáculo y todo lo que contenía debían ser hechos exactamente según el patrón mostrado a Moisés, y constituían "la copia de las realidades celestiales" (Heb. 9:23), se deduce necesariamente que los diez mandamientos en tablas de piedra eran una copia exacta de la ley que es fundamento del verdadero trono de Dios en los cielos. Eso nos permite entender más claramente por qué es "más fácil... que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la Ley" (Luc. 16:17). Por tanto tiempo como perdure el trono de Dios, ha de permanecer invariable la ley de Dios, tal cual se proclamó en Sinaí. "Si son destruidos los fundamentos, ¿qué puede hacer el justo?" (Sal. 11:3). Si los diez mandamientos –las piedras angulares del trono de Dios- fuesen destruidas, caería el propio trono, y perecería la esperanza de los justos. Pero nadie necesita temer una catástrofe tal. "Jehová está en su santo Templo; Jehová tiene en el cielo su trono", porque su palabra está por siempre establecida en el cielo. Esa es en verdad una de las cosas "inconmovibles" (Heb. 12:27).
Podemos ahora ver que el monte Sinaí, que es sinónimo de ley, y que incorporaba todo el terror de ella en el momento en que se dio, es también símbolo del trono de Dios. De hecho, para aquel tiempo era el trono de Dios. Dios estaba allí presente, junto a sus santos ángeles.
Más aún, el espantoso terror del Sinaí no es más que el terror del trono de Dios en los cielos. Juan tuvo una visión del templo de Dios en el cielo y del trono en el que está sentado, y "del trono salían relámpagos, truenos y voces" (Apoc. 4:5). "El templo de Dios fue abierto en el cielo, y el Arca de su pacto se dejó ver en el templo. Hubo relámpagos, voces, truenos, un terremoto y grande granizo" (Apoc. 11:19). "Fuego irá delante de él" (Sal. 97:3).
El terror del trono de Dios es el mismo que hubo en el Sinaí: el terror de la ley. Sin embargo, ese mismo trono es "el trono de la gracia" al que podemos acudir confiadamente. De hecho, "Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios" en el Sinaí (Éx. 20:21). No sólo Moisés, sino también "Aarón, Nadab y Abiú, junto con setenta de los ancianos de Israel" subieron a aquel monte, "y vieron al Dios de Israel. Debajo de sus pies había como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno. Pero no extendió su mano contra los príncipes de los hijos de Israel: ellos vieron a Dios, comieron y bebieron" (Éx. 24:9-11). De no haber sucedido así, careceríamos de la positiva demostración de que podemos en verdad acudir confiadamente al trono de la gracia -ese trono sobrecogedor de donde procedían los relámpagos, truenos y voces-, y encontrar allí clemencia. La ley hace que el pecado abunde, "pero cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia". La cruz estaba en el Sinaí: estuvo allí el trono de la gracia de Dios.
Observa bien que es sólo "por la sangre de Jesús" por la que "tenemos plena seguridad para entrar en el Santuario" (Heb. 10:19). Esa misma sangre indica que acercarnos al trono de Dios, o tomar su nombre en nuestros labios a la ligera, significaría una muerte tan cierta como la del israelita que se hubiera adentrado irreverentemente en el Sinaí. Pero como hemos visto, Moisés y otros se acercaron a Dios en Sinaí, hasta las densas tinieblas, y no murieron, lo que evidencia que la sangre de Jesús los salvó. La corriente de vida estaba manando de Cristo en el Sinaí, tal como sucede con el "río limpio, de agua de vida, resplandeciente como cristal, que fluía del trono de Dios y del Cordero" (Apoc. 22:1).
Ese río mana del corazón de Cristo, lugar donde está atesorada su ley. Cristo fue el templo de Dios, quien moraba en su corazón. Sabemos que en Sinaí, el manantial –agua de vida para el pueblo- procedía de Cristo, y que la sangre y el agua, que "concuerdan", procedieron de su costado herido en el Calvario –un manantial viviente para la vida del mundo-. Aunque la cruz del Calvario es la manifestación más sublime de la tierna misericordia y el amor de Dios hacia el hombre, no obstante, el terror del Sinaí –los terrores del trono de Dios- estaban también allí. Hubo en el Calvario densa oscuridad y terremoto, y el pueblo se sintió sobrecogido por el pánico, porque Dios manifestó allí las funestas consecuencias de la violación de su ley. La ley, con su terror para los malhechores, estuvo en el Calvario tan ciertamente como en el Sinaí: estuvo en medio del trono de Dios.
Cuando Juan vio el templo y el grandioso trono de Dios en el cielo, contempló "en medio del trono" a "un Cordero como inmolado" (Apoc. 5:6). Por lo tanto, el río de agua de vida de en medio del trono de Dios, procede de Cristo, tal como sucedió en el Sinaí y en el Calvario. El Sinaí, el Calvario y Sión, tres montes sagrados de Dios, vienen a ser coincidentes para aquel que se allega a ellos con fe. En los tres encontramos la suprema ley de Dios, instrumento de vida o de muerte, siéndonos entregada en dulce y refrescante manantial de vida, de forma que podemos cantar confiadamente:
En presencia estar de Cristo,
ver su rostro ¿qué será?
cuando al fin en pleno gozo
mi alma le contemplará.
Cara a cara espero verle
cuando venga en gloria y luz;
cara a cara allá en el cielo
he de ver a mi Jesús.