Capítulo 12
El Pacto Eterno: las promesas de Dios
The Present Truth, 23 julio, 1896
Visión general
"Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, habitando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa, porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aún fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido. Por lo cual también, de uno, y ese ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, como la arena innumerable que está a la orilla del mar. En la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, creyéndolo y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria, pues si hubieran estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos, porque les ha preparado una ciudad" (Heb. 11:8-16).
Herederos
Lo primero que observamos en esa escritura es que todos ellos eran herederos. Hemos visto ya que el propio Abraham no iba a ser más que un heredero en su vida en esta tierra, puesto que habría de morir antes de que su descendencia regresara de la cautividad. Pero Isaac y Jacob, sus descendientes inmediatos, fueron igualmente herederos. Los hijos eran coherederos de la misma herencia prometida, junto con sus padres.
No sólo eso, sino que salieron de Abraham "como las estrellas del cielo en multitud, como la arena innumerable que está a la orilla del mar". Estos eran también herederos de la misma promesa, ya que "en la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, creyéndolo y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra". Recuerda: los que formaban la hueste incontable de los descendientes de Abraham, "en la fe murieron... sin haber recibido lo prometido". No es que les faltara recibir alguna parte; les faltaba todo. Eso es así porque todas las promesas son sólo en Cristo, quien es el Descendiente, y no pueden cumplirse en aquellos que son suyos antes de que se cumplan para él, e incluso él espera hasta que todos sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies.
En armonía con esa declaración de que murieron en la fe sin haber recibido las promesas, sino confesando que eran peregrinos y extranjeros en la tierra, tenemos las palabras del rey David escritas cientos de años después de la liberación de Egipto: "Forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres" (Sal. 39:12). Y cuando, en la cima de su poder, entregó el reino a su hijo Salomón, dijo en presencia de todo el pueblo: "Extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no dura" (1 Crón. 29:15).
Estas palabras describen la razón por la que esa incontable compañía no recibió la herencia prometida: "Porque Dios tenía reservado algo mejor para nosotros, para que no fueran ellos perfeccionados aparte de nosotros" (Heb. 11:40). Los estudiaremos más detenidamente al referirnos a su tiempo.
Una ciudad y una patria
Abraham esperaba la ciudad con fundamentos, cuyo edificador es el propio Dios. Esa ciudad con fundamentos está descrita en Apocalipsis 21:10-14: "Me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto y me mostró la gran ciudad, la santa Jerusalén, que descendía del cielo de parte de Dios. Tenía la gloria de Dios y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. Tenía un muro grande y alto, con doce puertas, y en las puertas doce ángeles, y nombres inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel. Tres puertas al oriente, tres puertas al norte, tres puertas al sur, tres puertas al occidente. El muro de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero". "Los cimientos del muro de la ciudad estaban adornados de toda clase de piedras preciosas" (vers. 19).
Esa es una descripción parcial de la ciudad que esperó Abraham. También lo hicieron sus descendientes, pues leemos descripciones de ella en los escritos de los profetas de antiguo. Habrían podido tener una casa en esta tierra, si así lo hubieran deseado. La tierra de los Caldeos era tan fértil como la de Palestina, y les habría bastado como patria para hacer su morada temporal, lo mismo que cualquier otra. Pero ninguna de ellas les satisfaría, porque "anhelaban una [patria] mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos, porque les ha preparado una ciudad".
Esa escritura, atesorada en la mente, nos guiará en nuestro estudio subsiguiente de los hijos de Israel. Los verdaderos hijos de Abraham no esperaron nunca el cumplimiento de la promesa en su vida en esta tierra, sino en la tierra nueva.
Isaac, una ilustración
El anhelo de una patria celestial hizo que los auténticos herederos sobrellevaran con buen ánimo los asuntos temporales, como ilustra la vida de Isaac. Vino a habitar en la tierra de los Filisteos, y "sembró Isaac en aquella tierra, y cosechó en aquel año el ciento por uno; y lo bendijo Jehová. Se enriqueció y fue prosperado, y se engrandeció hasta hacerse muy poderoso. Poseía hato de ovejas, hato de vacas y mucha servidumbre; y los filisteos le tuvieron envidia... Entonces dijo Abimelec a Isaac: -Apártate de nosotros, porque te has hecho mucho más poderoso que nosotros. Isaac se fue de allí y acampó en el valle de Gerar, y allí habitó" (Gén. 26:12-17).
Aunque Isaac era más poderoso que el pueblo de la tierra en la que moraba, se fue ante la solicitud de ellos, incluso a pesar de estar prosperando abundantemente. No disputaría por la posesión de un estado terrenal.
Manifestó el mismo espíritu tras ir a habitar a Gerar. Los siervos de Isaac abrieron los pozos que habían pertenecido a Abraham, y cavaron también en el valle, encontrando allí agua. Pero los pastores de los rebaños de Gerar contendieron con ellos, diciendo: "El agua es nuestra". Entonces los siervos de Isaac cavaron otro pozo, pero también este les reclamaron los pastores de Gerar. Isaac "se apartó de allí y abrió otro pozo, y ya no riñeron por él; le puso por nombre Rehbot, y dijo: ‘Ahora Jehová nos ha prosperado y fructificaremos en la tierra’" (Gén. 26:18-22).
"Aquella noche se le apareció Jehová y le dijo: ‘Yo soy el Dios de tu padre Abraham. No temas, porque yo estoy contigo. Te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia por amor de Abraham, mi siervo’. Entonces edificó allí un altar e invocó el nombre de Jehová. Plantó allí su tienda" (vers. 24 y 25).
Isaac tenía la promesa de una patria mejor, la celestial, por lo tanto, no contendería por la posesión de una porción de esta tierra maldita por el pecado. ¿Por qué habría de hacerlo? No era esa la herencia que el Señor le había prometido; ¿por qué habría de luchar por una parte de la tierra en la que era sólo un peregrino? Cierto, tenía que vivir, pero permitió que el Señor se encargara de eso en lugar de él. Al ser expulsado de un lugar, sencillamente se iba a otro sitio, hasta que por fin halló reposo, y entonces dijo: "Ahora Jehová nos ha prosperado". En eso demostró el verdadero espíritu de Cristo, el cual, "cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente" (1 Ped. 2:23).
Tenemos ahí un ejemplo. Si somos de Cristo, simiente de Abraham somos, y herederos conforme a la promesa. Por lo tanto, haremos las obras de Cristo. Sus palabras: "Yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa" (Mat. 5:39 y 40), son consideradas por muchos profesos cristianos como utópicas e imprácticas. Sin embargo, fueron dichas para un uso cotidiano. Cristo las puso en práctica, y en Isaac tenemos también un ejemplo.
‘Pero lo habríamos de perder todo en este mundo, si hiciéramos lo que dice el texto’, oímos decir. Bien, aún entonces no estaríamos en una peor condición de aquella en la que Cristo el Señor se encontró en esta tierra. Hemos de recordar que "vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas ellas [comida, bebida, vestido]" (Mat. 6:32). Aquel que cuida de los pájaros, es poderoso para cuidar a quienes se encomiendan a él. Vemos que Isaac fue prosperado, a pesar de no "reclamar sus derechos". La misma promesa que se les hizo a ellos, también se nos hace a nosotros, por parte del mismo Dios. "Cuando ellos eran pocos en número y forasteros" en la tierra, cuando "andaban de nación en nación, de un reino a otro pueblo, no consintió que nadie los agraviara, y por causa de ellos castigó a los reyes. ‘No toquéis -dijo- a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas’" (Sal. 105:12-15). Dios sigue cuidando de aquellos que ponen en él su confianza.
La herencia que el Señor ha prometido a su pueblo, los descendientes de Abraham, no ha de ser obtenida mediante lucha, sino mediante las armas espirituales -la armadura de Cristo- contra las huestes de Satanás. Aquellos que buscan la patria que Dios ha prometido, se tienen por peregrinos y extranjeros en esta tierra. No pueden usar la espada, ni siquiera en defensa propia, y menos aún con afán de conquista. El Señor es su defensor. "Así ha dicho Jehová: ‘¡Maldito aquel que confía en el hombre, que pone su confianza en la fuerza humana, mientras su corazón se aparta de Jehová! Será como la retama en el desierto, y no verá cuando llegue el bien, sino que morará en los sequedales en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada. ¡Bendito el hombre que confía en Jehová, cuya confianza está puesta en Jehová!, porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces. No temerá cuando llegue el calor, sino que su hoja estará verde" (Jer. 17:5-8). Él no ha prometido que todos nuestros problemas serán solucionados inmediatamente, o ni siquiera necesariamente en esta vida; pero oye el clamor del pobre, y ha asegurado: "Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor" (Rom. 12:19). Por lo tanto, "los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador y hagan el bien" (1 Ped. 4:19). Podemos obrar así en la plena confianza de que "Jehová tomará a su cargo la causa del afligido y el derecho de los necesitados" (Sal. 140:12).
Infidelidad de Esaú
El caso de Esaú aporta otra prueba de que la herencia prometida a Abraham y a su descendencia no era de carácter temporal, no era algo que se hubiera de disfrutar en esta vida; sino que era de naturaleza eterna, y se había de disfrutar en la vida porvenir. Se nos refiere la historia en estos términos:
"Guisó Jacob un potaje; y volviendo Esaú del campo, cansado, dijo a Jacob: -Te ruego que me des a comer de ese guiso rojo, pues estoy muy cansado (por eso fue llamado Edom). Jacob respondió: -Véndeme en este día tu primogenitura. Entonces dijo Esaú: -Me estoy muriendo, ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura? Dijo Jacob: -Júramelo en este día. Él se lo juró, y vendió a Jacob su primogenitura. Entonces Jacob dio a Esaú pan y del guisado de las lentejas; él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la primogenitura" (Gén. 25:29-34).
En la epístola a los Hebreos se califica a Esaú de "profano" por haber vendido su primogenitura. Eso demuestra que en su transacción hubo más que simple necedad. Se diría que el cambiar la primogenitura por un plato de comida fue un acto pueril; pero fue peor que eso: fue iniquidad. Esaú demostró ser un infiel, manifestando sólo desprecio hacia la promesa que Dios hizo a su padre.
Observa estas palabras de Esaú, cuando Jacob le propuso venderle la primogenitura: "Me estoy muriendo, ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?" Carecía de toda esperanza, más allá de esta vida presente. No veía más allá. No sentía la seguridad de nada que no poseyera realmente en ese momento. No hay duda de que estaba muy hambriento. Es probable que se sintiera como a punto de morir; pero incluso esa circunstancia, para nada hizo cambiar a Abraham y a muchos otros que murieron en la fe sin haber recibido las promesas, pero estando convencidos y aferrándose a ellas. Pero Esaú no tenía una fe como esa. No creía en una herencia más allá de la tumba. Sea lo que fuere que hubiese de poseer, lo quería disfrutar ahora. Así fue como vendió su primogenitura.
De ninguna forma se puede elogiar la conducta de Jacob. Actuó como un suplantador, en armonía con la que era su tendencia natural. Su caso es el de una fe tosca, desprovista de sabiduría. Creía que había algo importante en la promesa de Dios y respetaba la fe de su padre, aunque por el momento no poseyera realmente nada de ella. Creía que la herencia que se había prometido a sus padres iba a serles otorgada, pero era tal la miseria de su conocimiento espiritual, que pensaba que era posible comprar el don de Dios con dinero. Sabemos que hasta el propio Abraham pensó en cierta ocasión que él mismo tenía que cumplir la promesa de Dios. Así, Jacob pensó sin duda, como tantos hoy, que "Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos". Más tarde comprendió, y se convirtió verdaderamente, ejerciendo una fe tan sincera como la de Abraham e Isaac. Su caso debiera alentarnos, pues enseña que Dios puede obrar en alguien con una disposición tan desfavorable como la de Jacob, siempre que se entregue en sus manos.
El caso de Esaú queda expuesto ante nosotros a modo de advertencia. Escribió el apóstol: "Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Mirad bien, para que ninguno deje de alcanzar la gracia de Dios, y para que no brote ninguna raíz de amargura que os perturbe y contamine a muchos. Que no haya ningún fornicario o profano, como Esaú, que por una sola comida vendió su primogenitura. Ya sabéis que aun después, deseando heredar la bendición, fue desechado, y no tuvo oportunidad para el arrepentimiento, aunque lo procuró con lágrimas" (Heb. 12:14-17).
Esaú no ha sido la única persona insensata y profana que haya habitado el mundo. Miles de personas han hecho lo mismo que él, incluso aún culpándolo de su locura. El Señor nos ha llamado a todos a compartir la gloria de la herencia que prometió a Abraham. Mediante la resurrección de Jesucristo de los muertos, nos ha hecho nacer a una esperanza viva, "para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo final" (1 Ped. 1:3-5). Hemos de tener esa herencia de justicia mediante la obediencia de la fe, mediante la obediencia a la santa ley de Dios, los diez mandamientos. Cuando algunos ven que eso requiere la observancia del séptimo día, del sábado que observó Abraham, Isaac y Jacob, y todo Israel, sacuden sus cabezas y dicen: ‘No. No puedo hacer eso. Me gustaría hacerlo, y comprendo que es un deber, pero si lo guardo no podré vivir. Perderé el empleo, y me moriré de hambre junto con mi familia’. Así es exactamente como razonó Esaú. Se estaba muriendo de hambre, o al menos, así lo creía él, y despidió su primogenitura a cambio de algo que comer. La diferencia es que la mayoría de las personas no esperan a estar a punto de morir de hambre, antes de vender su derecho a la herencia a cambio de algo que comer. No es frecuente que por servir al Señor las personas lleguen a estar a punto de morir. Dependemos enteramente de él para nuestra vida, en toda circunstancia; y si él nos mantiene con vida mientras que estamos pisoteando su ley, ¿no será acaso poderoso para protegernos cuando lo servimos? El Salvador dice que angustiarse por el futuro, temiendo perecer por falta de comida, es una característica del paganismo. Él nos dio la positiva seguridad: "Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas [comida, bebida, vestido]" (Mat. 6:21-33). Dice el salmista: "Joven fui y he envejecido, y no he visto justo desamparado ni a su descendencia que mendigue pan" (Sal. 37:25). Aún si perdiéramos la vida por causa de la verdad de Dios, estaríamos en buena compañía. Léelo en Hebreos 11:32-38. Temamos despreciar las promesas de Dios, renunciando a la herencia eterna a cambio de un trozo de pan, para darnos cuenta, cuando sea demasiado tarde, que ya no es posible el arrepentimiento.
Mi padre es rico en casas y tierras,
sostiene en sus manos la riqueza del mundo;
de rubíes, diamantes, oro y plata,
están llenos sus cofres. Posee riquezas insondables.Soy hijo del Rey, hijo del Rey;
con Jesús, mi Salvador, soy hijo del Rey.El Hijo de mi Padre, el Salvador de los hombres,
caminó en esta tierra como el más pobre de los pobres;
pero ahora reina por siempre en lo alto,
y me dará un lugar en el cielo.Fui peregrino y errante en la tierra,
pecador por elección, y ajeno por nacimiento;
pero fui adoptado; mi nombre está registrado,
y soy heredero de morada, vestidura y corona.Una tienda o una cabaña aquí, ¿qué más da?
¡Me espera un palacio más allá!
Aunque exiliado aquí, puedo cantar:
A Dios sea la gloria, ¡soy hijo del Rey!