Capítulo 9
El Pacto Eterno: las promesas de Dios
The Present Truth, 2 julio, 1896
La prueba de la fe
Pasamos de largo un período de varios años. No podemos decir cuántos, pero Isaac, el hijo de la fe y la promesa, había nacido, y creció hasta llegar a ser un joven. La fe de Abraham se había fortalecido y se había vuelto más inteligente, ya que había aprendido que Dios cumple las promesas que él hace. Pero Dios es un Instructor fiel, y no permite que sus alumnos abandonen una lección antes de haberla aprendido a la perfección. No es suficiente con que reconozcan que cometieron una equivocación en aquella lección. Por supuesto, una confesión tal asegura el perdón; pero tras reconocer el error, deben ir de nuevo al mismo terreno, y posiblemente muchas veces, hasta haberlo aprendido tan bien como para recorrerlo sin tropiezo. Es exclusivamente por el bien de ellos. No consideraríamos virtuoso al padre o instructor que permitiese que su alumno pasara de largo lecciones sin aprenderlas, por la razón de que son difíciles.
Así, "aconteció después de estas cosas, que Dios probó a Abraham. Le dijo: -Abraham. Éste respondió: -Aquí estoy. Y Dios le dijo: -Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, vete a tierra de Moriah y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré" (Gén. 22: 1 y 2).
A fin de comprender la magnitud de la prueba, hemos de tener una idea clara de lo que Isaac significaba, de lo que abarcaba la promesa que se le había hecho a Abraham y que se había de cumplir por medio de Isaac. Lo hemos estudiado ya, y aquí sólo recordaremos el hecho. Dios había dicho a Abraham: "serán benditas en ti todas las familias de la tierra", y "en Isaac te será llamada descendencia" (Gén. 12:3 y 21:12). Como hemos visto ya, la bendición es la bendición del evangelio; la bendición que viene mediante Cristo y su cruz. Pero todo ello, tal como Dios había dicho, había de cumplirse mediante Isaac. La descendencia prometida, que consistía en Cristo y en todos los que son de él, había de venir a través de Isaac. Vemos pues que para los ojos humanos, esa demanda de Dios parecía descartar toda esperanza de que se pudiera cumplir la promesa.
Pero la promesa era una promesa de salvación mediante Jesucristo, la simiente. La promesa había sido muy explícita: "en Isaac te será llamada descendencia", y esa descendencia era ante todo Cristo. Por lo tanto, Cristo, el Salvador de todos los hombres, solamente podía venir en la línea de Isaac. Ahora bien, Isaac era aún un joven y no se había casado. Matarlo a él sería, humanamente hablando, eliminar toda posibilidad de un Mesías, y por lo tanto, toda esperanza de salvación. Por toda apariencia, se estaba pidiendo a Abraham que pusiera el cuchillo en su propio cuello, cortando así toda esperanza de su propia salvación.
Podemos ver que no era solamente el amor paternal de Abraham lo que estaba a prueba, sino su fe en la promesa de Dios. A ningún hombre se le ha pedido jamás que pase por una prueba peor que esa, puesto que ningún otro podría estar nunca en una posición como la suya. Toda la esperanza de toda la raza humana dependía de Isaac, y a Abraham se le estaba pidiendo aparentemente que la destruyera de una cuchillada. Bien podría llamarse a quien resistiera esa prueba, el "padre de todos los creyentes" (Rom. 4:11). Podemos estar seguros de que Abraham fue poderosamente tentado a dudar de que ese requerimiento viniera del Señor; tan directamente contrario a la promesa de Dios parecía ser.
Tentaciones
Ser tentado, ser severamente tentado, no es pecado. "Hermanos míos, gozaos profundamente cuando os halléis en diversas pruebas [tentaciones]" (Sant. 1:2). El apóstol Pedro se refiere a la misma herencia que fue prometida a Abraham, y afirma que nos alegramos en ella, "aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas [tentaciones], para que, sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro (el cual, aunque perecedero, se prueba con fuego), sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo. Vosotros, que lo amáis sin haberlo visto, creyendo en él aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso, obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas" (1 Ped. 1:6-9).
Esas tentaciones son causa de pesar, dice el apóstol. Pesan sobre uno. Si no fuera así, si no se requiriera esfuerzo alguno para sobrellevarlas, no serían tentaciones. El hecho de que algo sea una tentación significa que llama a los sentidos, y que para resistirlo es necesario empeñar casi la propia vida. Por lo tanto, podemos saber -sin empequeñecer de ninguna forma la fe de Abraham- que le costó una terrible lucha obedecer el mandato del Señor.
Las dudas inundaron su mente. Las dudas vienen del diablo, y ningún hombre es tan bueno como para estar a salvo de las sugestiones de Satanás. Hasta el propio Señor hubo de enfrentarlas. "Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (Heb. 4:15). El pecado no consiste en las dudas que el diablo susurra a nuestros oídos, sino en nuestra respuesta a las mismas. Cristo no les dio oído. Y tampoco Abraham; sin embargo, quien piensa que el patriarca emprendió su viaje sin tener primeramente una severa lucha, no solamente ignora lo que implicaba aquella prueba, sino también la realidad de los sentimientos de un padre.
El tentador debió sugerirle: ‘Esa no puede ser una demanda del Señor, dado que él te ha prometido una posteridad incontable, y ha dicho que vendrá a través de Isaac’. El pensamiento debió venirle una vez y otra, pero no podía arraigar, ya que Abraham conocía bien la voz del Señor. Sabía que el llamado a ofrecer Isaac procedía del mismo origen que la promesa. La repetición de esa sugerencia del tentador no debió tener otro efecto que el de aumentar su seguridad en que la demanda venía del Señor.
Pero eso no ponía fin a la lucha. En su propio afecto hacia el joven debió encontrar una tremenda tentación a desoír la demanda de Dios. El requerimiento lo expresaba en su desgarradora profundidad: "Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas". Y allí estaba la madre, confiada y orgullosa de su hijo. ¿Cómo podría hacerle creer que era el Señor quien le había hablado? ¿No le reprocharía acaso por haber seguido las imaginaciones de una mente trastornada? ¿Cómo podría hacerla partícipe? O, en caso de realizar el sacrificio sin que ella lo supiera, ¿cómo se iba a encontrar con ella a su regreso? Además, estaba toda la gente que le rodeaba. ¿No le acusarían de haber asesinado a su hijo? Podemos tener la seguridad de que Abraham tuvo una lucha sin tregua con todas esas sugerencias que debieron amontonarse en su mente y corazón.
Pero la fe obtuvo la victoria. El tiempo de sus dudas quedó ya atrás, y ahora "tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció por la fe, dando gloria a Dios" (Rom. 4:20). "Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac: el que había recibido las promesas, ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: ‘En Isaac te será llamada descendencia’, porque pensaba que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también lo volvió a recibir" (Heb. 11:17-19).
Desde el principio hasta el final, todo tenía que ver con la resurrección de los muertos. El nacimiento de Isaac significaba en realidad dar vida a los muertos. Fue por el poder de la resurrección. Con anterioridad, al escuchar a su mujer, Abraham había dejado de confiar en el poder de Dios para darle un hijo de entre los muertos. Se había arrepentido de su fracaso, pero necesitaba ser probado en ese punto, para asegurarse de que había aprendido concienzudamente la lección. El resultado demostró que así había sido.
Hijo unigénito
"El que había recibido las promesas, ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: ‘En Isaac te será llamada descendencia’, porque pensaba que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos". Observa la expresión: "su unigénito". No podemos leerlo sin recordar que "De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna" (Juan 3:16). En Abraham, ofreciendo su hijo unigénito, tenemos una figura del ofrecimiento del unigénito Hijo de Dios. Así lo comprendió Abraham. Se gozó en Cristo. Supo que a través de la Simiente prometida vendría la resurrección de los muertos; y su fue en la resurrección, que sólo puede venir mediante Jesús, fue la que le permitió resistir en la prueba.
Abraham ofreció su hijo único en la confianza de que éste resucitaría de los muertos gracias a que Dios ofrecería a su Hijo unigénito. De hecho, Dios había ofrecido ya a su Hijo unigénito, puesto que "Él estaba destinado desde antes de la fundación del mundo, pero ha sido manifestado en los últimos tiempos por amor de vosotros" (1 Ped. 1:20). Y en ello podemos ver la maravillosa fe de Abraham, y cuán plenamente comprendió el propósito y el poder de Dios. El Mesías, la Simiente mediante la cual habrían de venir todas las bendiciones a los hombres, había de nacer del linaje de Isaac. Isaac había de ser muerto sin tener heredero. Sin embargo, Abraham tenía tal confianza en la vida y poder de la palabra del Señor, que creyó que cumpliría lo que ella misma decía. Creyó que el Mesías que habría de venir del linaje de Isaac, y cuya muerte sería lo único que podría destruir la muerte y traer la resurrección, y que aún no se había manifestado al mundo, tenía poder para resucitar a Isaac de los muertos, a fin de que se pudiera cumplir la promesa y Cristo pudiera nacer en el mundo. Era imposible que existiera una fe mayor que la de Abraham.
La resurrección y la vida
En lo anterior no sólo vemos la prueba de la pre-existencia de Cristo, sino también del conocimiento que Abraham tenía de ella. Jesús dijo: "Yo soy la resurrección y la vida" (Juan 11:25). Él era el Verbo que estaba en el principio con Dios, y era Dios. Era la resurrección y la vida en los días de Abraham, tanto como en los de Lázaro. "En él estaba la vida", la vida eterna. Abraham lo creyó, ya que había experimentado su poder, y tenía confianza en que la vida del Verbo devolvería a Isaac a la vida, a fin de que se cumpliera la promesa.
Abraham inició su viaje. Durante tres días recorrió el penoso camino, durante los cuales el tentador tuvo cumplida ocasión de asaltarlo con toda suerte de dudas. Pero la duda quedó totalmente dominada cuando "al tercer día alzó Abraham sus ojos y vio de lejos el lugar" (Gén. 22:4). Evidentemente, apareció en el monte alguna señal de que era el Señor quien le había llevado allí, lo que borró cualquier sombra de duda. La lucha había terminado, y prosiguió en completar su tarea, en la plena seguridad de que Dios devolvería a Isaac de entre los muertos.
"Entonces dijo Abraham a sus siervos: -Esperad aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allá, adoraremos y volveremos a vosotros" (vers. 5). Si es que no hubiera en todo el Nuevo Testamento una sola línea más que esta sobre el tema, podríamos saber por ese versículo que Abraham tuvo fe en la resurrección. "Yo y el muchacho iremos hasta allá, adoraremos y volveremos a vosotros". El original lo expresa con total claridad. Iremos, y volveremos a vosotros. El patriarca tenía una confianza tal en la promesa del Señor, que creyó plenamente que aunque ofreciera a Isaac como ofrenda ardiente, su hijo resucitaría, de forma que pudieran regresar juntos. "La esperanza no avergüenza" (Rom. 5:5). Habiendo sido justificado por la fe, estaba en paz con Dios mediante nuestro Señor Jesucristo. Había resistido con paciencia la prueba de su fe, ya que la amargura de su prueba había desaparecido ahora, y había adquirido la rica experiencia de la vida que hay en la palabra, y eso lo afirmó en una esperanza inamovible.
El sacrificio consumado
Conocemos el desenlace. Isaac cargó la leña hasta el lugar señalado. Se levantó el altar, e Isaac fue atado y puesto sobre el mismo. Tenemos también aquí la semblanza con el sacrificio de Cristo. Dios dio a su Hijo unigénito, pero su Hijo no se ofreció en contra de su propia voluntad. Cristo "se dio a sí mismo por nosotros". Así, Isaac se ofreció de buen grado como sacrificio. Era joven y fuerte, y fácilmente habría podido resistirse o huir, de haberlo deseado así. Pero no lo hizo. Se trataba de su sacrificio, tanto como del de su padre. De igual forma a como Cristo cargó con su propia cruz, Isaac cargó la madera (leña) para su propio sacrificio, y mansamente ofreció su cuerpo al cuchillo. En Isaac tenemos un tipo de Cristo, quien "como cordero fue llevado al matadero", y lo dicho por Abraham: "Dios proveerá el cordero para el holocausto", no fue otra cosa que la expresión de su fe en el Cordero de Dios.
"Extendió luego Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Entonces el ángel de Jehová lo llamó desde el cielo: -¡Abraham, Abraham! Él respondió: -Aquí estoy. El ángel le dijo: -No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas nada, pues ya sé que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste a tu hijo, tu único hijo. Entonces alzó Abraham sus ojos y vio a sus espaldas un carnero trabado por los cuernos en un zarzal; fue Abraham, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo" (Gén. 22:10-13). Quedó a salvo la vida del hijo, sin embargo, el sacrificio fue tan verdadero y completo como si se le hubiera dado muerte.
La obra de la fe
Detengámonos un momento a leer las palabras de Santiago al propósito. "¿Quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras está muerta? ¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras y que la fe se perfeccionó por las obras? Y se cumplió la Escritura que dice: ‘Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia’, y fue llamado amigo de Dios" (Sant. 2:20-23).
¿Cómo es posible que alguien suponga que existe aquí contradicción o modificación de la doctrina de la justificación por la fe, tal como la presentan los escritos del apóstol Pablo? Los escritos del apóstol Pablo enseñan que la fe obra. "La fe que obra por el amor" (Gál. 5:6) es el artículo que se señala como imprescindible. Felicitó a los hermanos Tesalonicenses por "la obra de vuestra fe" (1 Tes. 1:2 y 3). Así, el apóstol Santiago emplea el caso de Abraham como una ilustración del obrar de la fe. Dios le había hecho una promesa; él la había creído, y su fe le había sido contada por justicia. Su fe era el tipo de fe que obra justicia. Esa fe fue ahora puesta a prueba, y las obras demostraron que era perfecta. Así fue cumplida la Escritura que dice: "Abraham creyó a Jehová y le fue contado por justicia" (Gén. 15:6). Esa obra fue la demostración del hecho de que era apropiado que la fe se le hubiera imputado por justicia. Era una fe que obró con sus obras. La obra de Abraham fue una obra de fe. Sus obras no produjeron su fe, sino que fue su fe la que produjo las obras. Fue justificado, no por la fe y las obras, sino por la fe que obra.
Amigo de Dios
"Y fue llamado amigo de Dios". Jesús dijo a sus discípulos: "Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre os las he dado a conocer" (Juan 15:15). Amistad significa confianza mutua. En la perfecta amistad cada uno se revela a sí mismo al otro, de una forma en que no lo hace con el resto de las personas. No puede haber perfecta amistad allí donde hay desconfianza y recelo. Entre perfectos amigos hay perfecto entendimiento. Así, Dios llamó a Abraham su amigo, debido a que se comprendían perfectamente el uno al otro. Ese sacrificio reveló plenamente el carácter de Abraham. Dios había dicho previamente, "porque yo lo he conocido" (Gén. 18:19), y aquí, "ya sé que temes a Dios". Y Abraham por su parte comprendió al Señor. El sacrificio de su hijo único era indicativo de que conocía el carácter amante de Dios, quien había dado a su Hijo unigénito en favor del hombre. Estaban unidos por un sacrificio mutuo, y por una mutua simpatía. Nadie podía apreciar tan bien como Abraham los sentimientos de Dios.
Nadie puede ser jamás llamado a soportar prueba como la que Abraham resistió, puesto que las circunstancias no pueden volver a ser las mismas. Nunca más puede suceder que el destino del mundo dependa de una sola persona, que esté, por así decirlo, pendiente de un hilo. Sin embargo, cada hijo de Abraham será probado, puesto que sólo son hijos de Abraham los que poseen una fe como la suya. Está al alcance de cada uno el ser un amigo de Dios, y así debe ser, si se trata de un hijo de Abraham. Dios se manifestará a su pueblo de una forma en que no lo hace al mundo.
Pero no hemos de olvidar que la amistad está basada en la confianza mutua. Si es que el Señor se nos ha de revelar a nosotros, también nosotros nos hemos de revelar a él. Si confesamos nuestros pecados, trayendo ante él en secreto todas nuestras debilidades y dificultades, entonces tendremos en él a un amigo fiel, y nos revelará su amor y su poder para librar de la tentación. Él nos mostrará la forma en que fue tentado de la misma manera, sufriendo las mismas enfermedades, y nos mostrará cómo vencer. Así, en amante intercambio de confidencias, nos sentaremos juntos en los lugares celestiales en Cristo Jesús, y cenaremos juntos. Él nos mostrará cosas maravillosas, ya que "la comunión íntima de Jehová es con los que lo temen, y a ellos hará conocer su pacto" (Sal. 25:14).