Así conocí a Cristo
Siendo hijo de pastor tuve a mi disposición varias versiones de la Biblia y los libros de Ellen White que se habían traducido. No siempre fui un buen cristiano, pero siempre tuve el deseo de hacer el bien. Se podría decir que era “espiritual” y que era un buscador de la verdad, pero es preferible reconocer la realidad: el Señor me estaba buscando.
Teniendo unos 19 años llegó a las iglesias en España la teología del falso Cristo y el falso evangelio según Desmond Ford, que por entonces me parecía la verdadera. La estudié hasta donde pude, y decidí escribir mi primer artículo: ‘Cristo vino en la naturaleza humana de Adán previa a la caída’. Había ido perdiendo interés en mi lectura habitual del Espíritu de profecía, pero a fin de demostrar que ese nuevo Cristo aparecido en el adventismo hacia 1950 era el verdadero, releí los libros de Ellen White a mi alcance. Allí comprendí que ese Cristo y ese evangelio no podían ser los verdaderos, ya que proponían la salvación en el pecado, lo que es incompatible con la verdad fundacional y razón de ser del adventismo: Cristo ministrando la purificación del santuario (y el juicio) en preparación para su segunda venida. Decidí escribir el artículo, pero ahora se titulaba ‘Cristo tomó nuestra naturaleza humana caída’. No lo había descubierto todo, pero ya sabía que esa teología era el falso evangelio importado del protestantismo caído.
Unos años más tarde recibí la visita no solicitada de un adventista de Norteamérica en viaje misionero para publicar libros en defensa del adventismo histórico. Buscaba una editorial protestante. Lo acompañé como traductor a entrevistarse con los responsables de la casa publicadora protestante principal en España. Los líderes nos dispensaron un trato exquisito y amistoso, y nos dijeron que si bien anteriormente, cuando seguíamos a Ellen White, nos habían tenido apartados, ahora nos consideraban sus genuinos hermanos. Su expresión cambió cuando hojearon el libro que mi acompañante les proponía publicar. Se titulaba ‘Aquí está el anticristo’. El contenido del libro no era menos explícito que el título. Al punto nos preguntaron si éramos adventistas de la Reforma… y no accedieron a publicar el libro, ya que de ninguna forma podían ofender a quienes eran también sus genuinos hermanos: los católicos. Eso sí, reconocieron que sus padres y abuelos, también protestantes, creyeron tal como el libro enseñaba.
Al despedirse el hermano de América me donó un ejemplar de cada uno de los libros que trajo. Dos de ellos me llamaron de forma especial la atención. El primero que leí se titula ‘El mensaje del tercer ángel de la justicia por la fe’. Afirmaba que ese es el mensaje traído por los pastores Waggoner y Jones, y lo resumía así: Tenemos que obedecer. El libro no presta mayor atención al evangelio de la gracia en Cristo, pero en la primera lectura me gustó. Por aquel tiempo aún no había aprendido a distinguir entre la respuesta que se espera ante el evangelio (lo que nosotros debemos hacer), y el propio evangelio (lo que Cristo hizo por nosotros). Más tarde descubriría que lo que tenemos que “hacer” es creer (Juan 6:28-29) con esa fe que obra por el amor (Gálatas 5:6).
Al abrir el segundo libro: ‘Cristo y su justicia’, del pastor Waggoner, esperaba encontrar un enfoque similar respecto a la importancia de obedecer, de las obras. Pero no había eso en el libro, sino el puro evangelio de la gracia de Cristo, esa verdad que toca el corazón y que lo hace a uno obediente sin necesidad de obligarse a cumplir la ley, porque Cristo morando en el corazón obedece su ley. Para mí fue evidente que en ese libro había sabiduría más que humana. ¡Qué contraste con el anterior!
Entonces comprendí que el panorama no era tan sombrío como para tener que elegir entre (1) el adventismo histórico que rechazó el mensaje de la gracia traído por los pastores Jones y Waggoner de una parte, o bien (2) el falso evangelio de la salvación en el pecado propio del evangelicalismo caído que promocionó Desmond Ford y que tantos siguen hoy, especialmente en la “academia” adventista.
En aquel punto supe que el Señor me había llevado a un gran descubrimiento, pero me sentía solo entre defensores de un adventismo histórico deficitario en el evangelio, y defensores de un adventismo basado en un falso evangelio (junto a un tercer gran grupo de indiferentes y despreocupados). No conociendo aún la historia de 1888, era incapaz de verme en ninguna de esas tres corrientes, por más que supiera que la Iglesia adventista del séptimo día es el cuerpo denominado de Cristo.
Fui informado de unas conferencias sobre el mensaje de 1888 en Francia, a las que acudí. El predicador era el pastor Robert Julius Wieland, exmisionero ya entrado en años.
Comenzó así: “Llevo meses orando por este encuentro. Si el Señor nos concede la bendición del Espíritu Santo tal como he pedido, os garantizo que a partir de ahora la televisión, los espectáculos, las lecturas seculares y el mundo en general os parecerá insoportablemente aburrido por comparación con la buena nueva del evangelio. No vengo a alimentaros, sino a daros un hambre por Cristo que nunca cese”.
En aquel encuentro conocí al Cristo verdadero que me había estado buscando desde la niñez. Un Cristo poderoso que está deliciosamente próximo, todo él codiciable, señalado entre diez mil, el Deseado de todas las gentes. Comprendí que ese mensaje convierte los imperativos adventistas en habilitaciones evangélicas. Asistí a otros encuentros allí, pero ya nunca más solo, sino acompañado de más de una treintena de hermanos de diversas iglesias en España que estaban descubriendo ese mensaje preciosísimo que marcó el comienzo del fuerte pregón y lluvia tardía en la era de 1888.
Allí conocí a la que sería mi esposa. Juntos decidimos dedicar el resto de nuestra vida a dar a conocer ese mensaje en idioma español y francés. Comencé traduciendo el libro ‘Introducción al mensaje de 1888’, del pastor Wieland, que tiene el mismo contenido que nos dio en las presentaciones de aquel, mi primer encuentro.
Si lees 2 Reyes 7:3-9 comprenderás cómo me sentí. Hoy me sigo sintiendo totalmente identificado con esos cuatro leprosos afortunados. Sigue resonando en mis oídos el pensamiento: si guardo para mí este tesoro ¡no tendré perdón!
El Señor debió responder la petición del pastor Wieland en aquella conferencia dedicada al mensaje de 1888. Hoy, treinta años después, en mi vida se sigue cumpliendo al pie de la letra lo que nos anunció. Gracias a Cristo por haberme buscado hasta encontrarme.
Luis Bueno, 20 de
octubre de 2022