CUESTIONES SOBRE EL
ARREPENTIMIENTO CORPORATIVO
LB,
11 octubre 2005
“No entiendo el
arrepentimiento colectivo.
¿Acaso no busca el Señor que nos arrepintamos individualmente?”
Hasta cierto punto todos compartimos actitudes y esquemas de pensamiento con el grupo sociocultural al que pertenecemos —y todos pertenecemos a alguna comunidad, época, grupo religioso, pueblo, raza, gremio, franja de edad, etc—. Nos cuesta reconocer el hecho, pues para nosotros sólo es evidente la particularidad personal, pero mucho menos la identidad grupal. Y nos cuesta aun más tomar conciencia de nuestra responsabilidad por decisiones con implicación moral en las que participamos de forma corporativa, pues estamos impregnados de ese proceso natural, automático e inconsciente por el que aceptamos el mismo espíritu del grupo con el que nos identificamos, como siendo la “normalidad”. Nos sentimos cómodos en el seno de una comunidad o grupo cuyas actitudes compartimos de forma más o menos irreflexiva. Pero aquello de lo que nosotros no nos apercibimos puede resultar muy llamativo, incluso sorprendente, para quienes nos observan desde otro ángulo.
Es más fácil comprender nuestra responsabilidad individual cuando esta deriva de una decisión personal, pero cuando nuestra responsabilidad deriva de una actitud compartida por largo tiempo con la mayoría de nuestros compañeros o antecesores, nuestra percepción de la responsabilidad se diluye o desaparece. El peligro es aun mayor cuando nuestra actitud no se ha materializado aún de forma tangible —al menos a nuestro parecer— en actos objetivables que llamen la atención.
Se comprende mejor el concepto de arrepentimiento corporativo cuando se piensa en el tipo de condición que lo hace necesario. Como sugiere la pregunta, el arrepentimiento es siempre una actitud del individuo, la respuesta correcta ante la convicción de culpabilidad traída por el Espíritu Santo. Ahora bien, dicha convicción puede corresponder a pecados de tipo corporativo, en los que se desdibuja la percepción de la responsabilidad de la persona por las razones antes señaladas. Pero no se trata de un asunto imaginario: el pecado corporativo es un concepto estrictamente bíblico. Lea, por ejemplo, Levítico 4:13-21, que tipifica una de las posibles cuatro situaciones que hacían necesario el oficio del sacerdote —expiación— para obtener perdón: el caso de un pecado de la congregación. Es una situación que queda diferenciada claramente de la de un pecador individual (versículo 27), que es otra de las cuatro situaciones mencionadas.
Los dirigentes judíos del tiempo de Cristo protestaban así: ‘Nuestros antecesores mataron a los profetas, pero nosotros jamás lo habríamos hecho ni consentido’. Jesús les dijo virtualmente: ‘Puesto que esa es vuestra actitud, demostráis tener el mismo espíritu que ellos, y participáis corporativamente de su culpabilidad’.
Sabemos que Jesús no se equivocó en su diagnóstico, pues posteriormente demostraron sobradamente cuál era su actitud al crucificar, no ya a un profeta, sino al propio Mesías. Pero observe: sólo cabían dos posibilidades: (1) confesar que, efectivamente, compartían ese espíritu de perseguir a los profetas vivos mientras que profesaban venerar a los muertos —en cuyo caso habrían escapado a esa culpabilidad mediante la confesión y arrepentimiento corporativo correspondientes— o bien (2) negar esa realidad. Tristemente, es eso lo que hicieron.
Si hubieran elegido la opción (1) habrían experimentado lo que entendemos por arrepentimiento corporativo, y habrían roto esa siniestra cadena por la que generación tras generación mantuvo viva —aunque oculta— su enemistad contra Dios, manifestada en la persecución de los mensajeros celestiales que el Señor, en su misericordia, les fue enviando.
Arrepentimiento corporativo no significa arrepentirse colectivamente por algo, sino arrepentirse individualmente por pecados de carácter corporativo; es decir, relativos al CUERPO de Cristo, a la iglesia. Quien emplea la palabra COLECTIVO para referirse al arrepentimiento CORPORATIVO, demuestra no haber comprendido su significado real. “Arrepentimiento corporativo” NO es equivalente a una declaración institucional, si bien en la historia sagrada se ha expresado de ese modo en más de una ocasión (Nínive, Nehemías, Ezequías, etc). “Corporativo” NO se refiere al cuerpo dirigente de la institución, sino a la relación que guarda cada uno de los miembros del “cuerpo” con los demás, con el todo de la iglesia. Evidentemente, los dirigentes son una parte crucial de ese todo.
El término colectivo no expresa ese concepto, sino la simple suma de acciones. Es algo así como un plural, un sumatorio, al tratarse de más de un individuo. El concepto “corporativo” no es equivalente a una suma algebraica de acciones o actitudes.
Observe el caso de Daniel o el de Nehemías. En ambos casos se trató de confesión y arrepentimiento personales (no colectivos), pero fueron el tipo de confesión y arrepentimiento en el que el individuo inCORPORA la culpa de un pueblo, de una nación —de otros— sobre sí; viéndose en ellos, compartiendo su culpabilidad y reconociendo su propia identidad con la de ellos. El término colectivo expresa una idea diferente a la de corporativo.
Hay un factor de importancia clave en el arrepentimiento corporativo, que lo diferencia de la intercesión común. Observe estos versículos:
“Entonces confesarán su iniquidad y la iniquidad de sus padres, la rebeldía con que se rebelaron contra mí” (Levítico 26:40).
“En pie, confesaron sus pecados y las iniquidades de sus padres” (Nehemías 9:2).
“Reconocemos, Jehová, nuestra impiedad y la iniquidad de nuestros padres, porque contra ti hemos pecado” (Jeremías 14:20).
En esos, y en otros muchos versículos similares vemos confesión y arrepentimiento, pero destaca el elemento histórico: la implicación de los “padres”. No existe una confesión o arrepentimiento genuinos por parte de una generación, excepto que reconozca las raíces de su situación desfavorable en la actitud de sus antepasados (frecuentemente de incredulidad / rebeldía). Como pueblo, no podemos “volvernos” a Dios sin comprender que nos hemos de volver específicamente a “Aquel contra quien se rebelaron los hijos de Israel” (Isaías 31:6) en el pasado. Hay algo que el pueblo de Dios no debiera nunca olvidar:
“¿Os habéis olvidado de las maldades de vuestros padres, de las maldades de los reyes de Judá, de las maldades de sus mujeres, de vuestras maldades y de las maldades de vuestras mujeres, que hicisteis en la tierra de Judá y en las calles de Jerusalén?” (Jeremías 44:9).
Eso tiene una aplicación directa e inevitable al moderno pueblo de Israel. ¿Hasta cuándo podremos seguir con la ensoñación de que avanzamos, mientras nos negamos a reconocer que en la era de 1888, “nosotros” —nuestros padres en la dirección de la obra— rechazamos al Espíritu Santo, rechazamos el fuerte pregón y la lluvia tardía al rechazar el mensaje que el Señor nos trajo en su misericordia mediante los pastores A.T. Jones y E.J. Waggoner? ¿Hasta cuándo podremos seguir procurando negar o ignorar nuestra historia denominacional como si no hubiera sucedido nada en 1888 y como si nuestra situación en el presente fuera la ideal?
No hay forma en que una generación pueda comprender su presente y vislumbrar su futuro, excepto reconociendo su pasado por lo que realmente fue y significa para el presente. Observe este episodio en el que Dios dice a su profeta Jeremías:
“Tú, hijo de hombre, ¿no juzgarás tú, no juzgarás tú a la ciudad sanguinaria y le mostrarás todas sus abominaciones?” (Ezequiel 22:2).
¿Cómo podría “juzgar” la calidad espiritual de su pueblo, que estaba patéticamente confiado en su rectitud, y mostrarle su verdadera condición? Nuestra condición espiritual queda definida, o al menos revelada, por la evaluación que hacemos de nuestro pasado, de las generaciones que nos precedieron:
“¿Quieres tú juzgarlos? ¿Los quieres juzgar tú, hijo de hombre? Hazles conocer las abominaciones de sus padres” (Ezequiel 20:4).
La correcta evaluación de nuestra historia, la inCORPORAción a nuestra confesión y arrepentimiento de la rebelión de nuestras generaciones precedentes es un hecho bíblico incuestionable, tal como hemos visto en los versículos citados. Note que confesar los pecados de nuestros padres —de nuestros antepasados en la fe— y arrepentirnos por ellos, NO puede ser una parte o faceta de la intercesión. El concepto de interceder por los muertos es totalmente extraño a la enseñanza bíblica. De hecho, es una enseñanza propia del paganismo, disfrazado o no de cristianismo.
En la oración intercesora por antonomasia de la Biblia, en Juan 17, Cristo incluye a sus contemporáneos (versículo 9), y también a quienes conocerían y abrazarían el evangelio en el futuro inmediato o distante, incluyéndonos a nosotros (versículo 20). Pero no vemos a Cristo intercediendo por los muertos, por las generaciones que lo precedieron. El arrepentimiento corporativo inCORPORA un elemento distintivo que no forma parte de la intercesión.
Lo vemos en Daniel 9, quien hizo “confesión, diciendo” entre otras cosas:
“No hemos obedecido a tus siervos los profetas, que en tu nombre hablaron a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra” (versículo 6).
“Nuestra es, Jehová, la confusión de rostro, y de nuestros reyes, de nuestros príncipes y de nuestros padres, porque contra ti pecamos” (versículo 8).
“A causa de nuestros pecados y por la maldad de nuestros padres, Jerusalén y tu pueblo son el oprobio de todos los que nos rodean” (versículo 16).
Quien sólo quiere ver intercesión en esa tremenda oración, está pretendiendo la imposibilidad de que Daniel intercediera por los muertos. Lo que está haciendo Daniel es demostrar claridad espiritual, al relacionar acertadamente la situación deplorable de su pueblo en el presente con la de generaciones precedentes, y al inCORPORAr eso a su confesión y arrepentimiento, lo que toma un valor especial teniendo en cuenta que Daniel “confesó pecados que él no había cometido” (AFC 237.2). ESO es arrepentimiento corporativo.
Necesitamos rexaminar nuestra historia a la luz del consejo del Testigo fiel y del Espíritu de profecía. Es el Testigo fiel quien nos llama al arrepentimiento.
Cuando el Espíritu Santo nos convence de pecado, descubrimos que somos culpables de muchos más pecados que simplemente los que “cometimos” de forma visible. Hay pecados que habríamos cometido si hubiéramos tenido la oportunidad y si las circunstancias lo hubieran permitido. Cuando los cometen otros, somos tentados a pensar que somos distintos y mejores que ellos. Pero en realidad nos hacen un gran favor si los analizamos con el debido espíritu, ya que nos pueden hacer comprender que eso mismo que podemos despreciar o aborrecer en otros, es aquello de lo que nosotros somos muy capaces, y que quizá no hemos cometido por falta de capacidad o de oportunidad, o simplemente porque nuestras tentaciones son distintas a las de otros.
Una actitud de arrepentimiento corporativo nos permite simpatizar con los que yerran, y nos capacita para ministrarles eficazmente, no desde un escalón superior de santidad imaginaria, sino desde la identificación más comprensiva y fraternal. Cooperamos en su arrepentimiento, y sus errores abrieron nuestros ojos a la necesidad de nuestro arrepentimiento “corporativo”. ¿Contribuí con mi desentendimiento o falta de simpatía cristiana a la caída de mi hermano? ¿Le di siempre el mejor ejemplo? La actitud opuesta a la de Daniel en su arrepentimiento corporativo, es esta: ‘Es cierto que los demás han pecado; pero Señor, ¡observa que yo no tengo nada que ver con el asunto! ¡Soy mejor que ellos!’ Esa era la oración típica de los fariseos, y a esa actitud se le aplican las palabras de Isaías 65:5 y las de 1 Juan 1:9-10. También se le aplica el reproche hecho a Caín, quien exclamó: “No soy guarda de mi hermano”. La actitud del arrepentimiento corporativo rompe esa barrera detestable entre “ellos” y “nosotros”, se refiera a quien se refiera cada una de las expresiones (dirigentes-laicos, conservadores-liberales, etc.)
Puedes leer en Deuteronomio 1 cómo Moisés, próximo ya a su muerte, tras la estancia del pueblo de Israel en el desierto, recapituló la historia ante la nueva generación que había de poseer Canaán, recordándoles cómo el Señor les había dicho al pie del monte Sinaí que subieran a poseer la tierra (versículos 6-7). Pero ellos, en lugar de confiar y actuar en consecuencia, enviaron espías y se endurecieron en la incredulidad. A eso siguieron 40 largos años de vagar por el desierto. Pero observe: del auditorio que ahora escuchaba a Moisés, prácticamente ninguno había participado personalmente en aquellos hechos, pues aquella generación había caído ya en el desierto. De ella, sólo Caleb y Josué entrarían finalmente en la tierra prometida. A pesar de eso, Moisés les recordó: “Pero no quisisteis subir, antes fuisteis rebeldes” (versículo 26), “murmurasteis en vuestras tiendas” (versículo 27), “no creísteis en Jehová vuestro Dios” (versículo 32). Ese es sólo uno de los muchos ejemplos de pecado / culpabilidad corporativa en el registro sagrado, y no puede caber duda alguna al respecto, pues como en tantas otras ocasiones, Dios dio un trato corporativo a esos pecados: todo el pueblo tuvo que estar vagando 40 años por el desierto (Moisés incluido).
Si recapacita en el significado de lo anterior, podrá ver que todos y cada uno de los seres humanos estamos en necesidad de arrepentimiento por nuestra implicación en la crucifixión del Hijo de Dios. A simple vista no parece evidente, pero cada vez que cedemos al espíritu de odio hacia uno de nuestros semejantes, cada vez que aborrecemos a uno de ellos o cada vez que lo tratamos con parcialidad, frialdad o injusticia, damos evidencia de que los soldados que crucificaron a Jesús no eran más que nuestros delegados (ver Mateo 25:40). Somos tan responsables por la crucifixión de Jesús, como lo eran los interlocutores del Señor cuando él los responsabilizó de la sangre derramada, desde la de Abel a la de Zacarías, quien vivió 800 años antes que el auditorio a quien Jesús dirigía aquellas palabras. Sólo mediante nuestra personal confesión y arrepentimiento corporativo podemos enjugar esa culpabilidad que no sólo trasciende a los individuos que configuran en la actualidad el “pueblo de Dios”, sino también a las generaciones pasadas.
No se trata, pues, de un arrepentimiento colectivo, sino del reconocimiento personal de que “en mí no mora el bien”, y que “la intención de [mi] carne es enemistad contra Dios” (Romanos 7:18 y 8:7), y de que he cedido personalmente a esa carne enemistada con Dios, participando corporativamente en esa mentalidad que hiere a mis semejantes y cuya manifestación última fue el asesinato del Hijo de Dios.
Nuestro orgullo se resiste a la idea del arrepentimiento, pero muy especialmente a la idea del arrepentimiento corporativo. Los cristianos solemos estar de acuerdo en que el Israel literal, como pueblo, fue infiel a Dios. Eso no nos duele reconocerlo, ya que nos vemos —incorrectamente— aparte de él. Eso sí, concedemos que hubo algunos israelitas que permanecieron fieles individualmente. Pero observe algo llamativo: aplicamos la regla inversa al tratarse de nuestra situación como iglesia. Estamos dispuestos a conceder que, como individuos, estamos en necesidad de arrepentimiento, pero ¡jamás como pueblo!, y en eso no hacemos más que perpetuar la misma actitud que caracterizó al pueblo judío: el orgullo nacional, un pecado corporativo que Dios trató también de forma corporativa, y que no ha tenido más remedio que venir tratando de forma corporativa desde la era de 1888. ¿Comprendemos eso? ¡A veces incluso llegamos a lamentar que es el Señor quien se tarda en venir!
Observe cómo Jeremías hizo continuos llamados al arrepentimiento de la nación (1:5, 8, 23; 2:34, 35; 3:20, etc.). No era el arrepentimiento por pecados individuales lo que le hizo ganar el odio del pueblo, sino su llamado al arrepentimiento corporativo, que interpretaron como una infidelidad de su parte: “Se juntó todo el pueblo contra Jeremías en la casa de Jehová... hablaron los sacerdotes y los profetas a los príncipes y a todo el pueblo, diciendo: En pena de muerte ha incurrido este hombre; porque profetizó contra esta ciudad, como vosotros habéis oído con vuestros oídos” (26:8-11). Sin embargo, el propio Jeremías fue un bello ejemplo de arrepentimiento corporativo: “Yacemos en nuestra confusión y nuestra afrenta nos cubre: porque pecamos contra Jehová nuestro Dios, nosotros y nuestros padres, desde nuestra juventud y hasta este día; y no hemos escuchado la voz de Jehová nuestro Dios” (3:25). ¿Sería bien recibido un testimonio así en su iglesia o en la mía, por parte de un dirigente?
No somos nosotros, es el Testigo Fiel y verdadero, quien llama a su iglesia a un arrepentimiento corporativo. Le sugiero meditar en Apocalipsis 3:14-18.
“El mensaje para la iglesia laodicense revela nuestra condición como pueblo” (Ellen White, Review and Herald, 15 diciembre 1905; 6CBA, 972).
No es preciso insistir en la imposibilidad de la verdadera experiencia del arrepentimiento corporativo al margen de una actitud genuinamente humilde, opuesta a la que manifestaron en tantas ocasiones los dirigentes del legítimo pueblo de Dios cuando él les abrió los ojos a su verdadera condición mediante los profetas y mensajeros, o mediante el propio Jesús.