Dos
pactos
LB, 28 octubre 2005
Sucedió hace unos 50 años. El pastor Cruz (un pastor adventista de
Centro-América que se encontraba en Zaragoza, España, estudiando medicina), dirigió
a la clase de Escuela Sabática esta pregunta:
¿Estamos bajo el pacto Abrahámico, bajo el pacto Sinaítico, o estamos bajo
los dos pactos?
La pregunta me tomó totalmente de improviso. Recuerdo el episodio como una
de esas situaciones en las que uno se siente humillado por darse cuenta de que
no tiene las ideas bien definidas: no ya acerca de temas secundarios, sino
acerca de lo principal —porque hablar del pacto es hablar del plan de la
salvación: del evangelio. Tenía la esperanza de que fuera una pregunta retórica
de aquellas que uno no necesita responder explícitamente, y esperaba que el
propio pastor diera la solución. Pero en lugar de eso el pastor Cruz permaneció
en silencio mirándonos fijamente, y como el silencio continuaba, nos volvió a
preguntar qué pensábamos francamente al respecto. Viendo que no había
unanimidad en las pocas y tímidas respuestas que hubo, pidió que levantáramos
la mano los partidarios de cada una de las opciones. Hubo pocas manos
levantadas, y distribuidas en las tres propuestas. Ninguna de las que se
levantó parecía hacerlo con la mínima decisión. Nunca he olvidado aquel
episodio, y cuanto más tiempo ha pasado, más he agradecido al pastor Cruz por
abrir mis ojos a la realidad de que distamos mucho de tener ideas claras y
definidas respecto a lo que constituye verdaderamente el evangelio. El
evangelio eterno, el pacto eterno, impregna cada texto de la Biblia, desde
Génesis a Apocalipsis.
Por pacto Abrahámico el pastor
Cruz entendía las promesas hechas a
Abraham, y por pacto Sinaítico lo
relacionado con la entrega de la ley
en tablas de piedra en Sinaí.
· Dios hizo promesas a Abraham, y este las creyó: es la justicia por la fe.
· En Sinaí tuvo lugar la proclamación de la ley, y el
pueblo prometió obediencia.
Parecería que lo razonable fuera responder que estamos bajo los dos pactos.
Buscar el equilibrio no parece una cosa mala, pero hay un problema que aflige a
Laodicea, que es la iglesia “equilibrada”: en ella coexiste una proporción de
frío y de calor… que se traduce en tibieza y produce náuseas al Testigo fiel y
verdadero. Hay ocasiones en las que uno DEBE decidir.
I. Dos
pactos
La Biblia es categórica: sólo uno
de los pactos trae salvación. El otro
es digno de rechazo:
a/ En Gálatas 4 leemos que Abraham tuvo dos mujeres: Sara (la libre) y
Agar (la esclava), y que
“estas mujeres son los dos pactos; el uno ciertamente
del monte Sinaí, el cual engendró
para servidumbre, que es Agar” (v. 24).
De los dos pactos, uno trae salvación; el otro, esclavitud. Según el versículo
29, uno “persigue” al otro. No son la misma cosa expresada de forma diferente
en momentos diferentes de la historia. No se ayudan ni complementan: son
antagónicos.
¿Pudo Abraham ayudar al cumplimiento de la promesa divina (Sara: nuevo
pacto) mediante Ismael, el hijo de la carne que tuvo con Agar (viejo pacto)?
“Qué dice la Escritura? Echa fuera a la sierva y a su hijo;
porque no será heredero el hijo de la sierva con el hijo de la libre. De manera
hermanos, que no somos hijos de la
sierva, mas de la libre” (Gál 4:30-31).
Ese razonamiento lo dirigió el apóstol Pablo a una iglesia que estaba
pretendiendo añadir las “obras de la ley” al “oír de la fe” (Gál 3:1-7). Estaba pretendiendo añadir Agar (Sinaí) a Sara. Pablo
les hizo ver que eso es imposible.
b/ Se presenta el viejo pacto (Sinaí) como siendo defectuoso:
“[Cristo] es mediador de un mejor pacto, el cual ha sido formado sobre mejores
promesas. Porque si aquel primero [Sinaí, viejo pacto] fuera sin falta, cierto no se
hubiera procurado lugar de segundo [nuevo pacto, o pacto eterno]” (Heb 8:7).
c/ En 2 Corintios 3 leemos
sobre “un nuevo pacto” del que Dios nos “hizo ministros” (vers. 6), y se refiere
al otro, que ha de ser el viejo —el
del Sinaí— como siendo “el ministerio
de muerte en letra grabado en piedras” (v. 7). En el versículo 9
lo llama “ministerio de condenación”.
d/ Hablando de los judíos en tiempo de Moisés, leemos en el versículo 14
que:
“el entendimiento de
ellos se embotó, porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les
queda el mismo velo sin descorrer, el cual por Cristo es quitado”.
“Nuevo pacto, dio por viejo al
primero; y lo que es dado por viejo y se envejece, cerca está de desvanecerse” (Heb 8:13).
¿Te interesa “el ministerio de muerte”, “el ministerio de condenación”, algo representado por un velo que “por Cristo es quitado”? ¿Pondrás tu esperanza en algo que tiene “falta”, que está cercano a “desvanecerse”? ¿Podemos añadir eso al pacto eterno —al pacto de la gracia— sin corromperlo?
Aún no hemos analizado en qué consiste el nuevo y el viejo pacto. Pero sabemos
ya una cosa importante: uno de los dos
pactos —el viejo— no puede traer la salvación; sólo
puede traer esclavitud, y no podemos sumarlo al pacto que trae salvación sin
degradarlo e inutilizarlo. Eso es debido a que en la salvación, o es todo
de Cristo, o no es nada de él. Eso demuestra el sinsentido de pretender que en
la Biblia hay un solo pacto, o la idea de que todos los pactos de los que habla
el relato sagrado, son en realidad uno y el mismo. Lee Gálatas 3 y 4 en su
contexto, y observarás que Pablo equipara el pacto relacionado con Sara y la
Jerusalem celestial con la salvación por
la gracia; mientras que el pacto relacionado con la Jerusalem terrenal, con
Agar y con Sinaí, lo equipara con la quimera de la salvación por las obras. ¿Te parece lo mismo la salvación por la
fe, que la salvación por las obras?
II. Dispensacionalismo
Debido a que “el antiguo pacto ... por Cristo es quitado”, el mundo protestante, que en su mayoría identifica erróneamente el viejo pacto con la ley, ha producido la teoría del
dispensacionalismo. En resumen, consiste en diferenciar la salvación según la
época histórica: (1) Hasta Cristo, el Antiguo Testamento o dispensación
de la ley —dicen—, las personas se habrían salvado por las obras, obedeciendo
la ley; y (2) a partir de Cristo, el Nuevo Testamento o nuevo pacto, la
dispensación de la gracia, de la fe, quedaría abolida la ley, y las personas
vienen a salvarse creyendo.
Según esa teoría, quien pretenda que la ley sigue vigente —especialmente
el sábado—, queda automáticamente estigmatizado como legalista y enemigo de
Cristo: ‘Cayó de la gracia’. Según el dispensacionalismo, Dios habría hecho el
antiguo pacto con los judíos, que se salvarían obedeciendo la ley, y el nuevo
pacto con los gentiles, que se salvarían por la fe. De esa forma, el nuevo
pacto invalidaría la ley.
Pero la Biblia nos enseña una verdad bien diferente, y para comprender la
verdad de la Biblia es necesario abandonar toda idea de planes de salvación
diferentes para épocas diferentes, es decir: hay que abandonar la idea de que
el viejo y el nuevo pacto tienen relación secuencial con el tiempo histórico.
Estas son algunas de las razones para hacer así:
a/ Desde una época al menos tan antigua como la de Abraham (Sara y Agar), coexistían ya los dos pactos tal como hemos
visto en Gálatas. De hecho, el nuevo pacto y el viejo existen desde que entró
el pecado en la tierra: desde que existe la verdad divina de la salvación
por la gracia —la ofrenda de Abel es una ilustración— y la pretensión
humana de la salvación por las obras, como ilustra la ofrenda de Caín,
desprovista de sangre.
b/ 1/ La Biblia no hace ninguna distinción cronológica al
respecto de la salvación:
“Por cuanto por la ley ninguno se justifica para con Dios, queda manifiesto: Que el justo por la fe vivirá” (Gál 3:11).
Pablo está citando Habacuc 2:4 (Antiguo Testamento).
Lo volverá a citar en Romanos 1:17 y en Hebreos 10:38, al hablar
de la justicia por la fe y el nuevo pacto.
2/ El capítulo 11 de Hebreos da
testimonio de la fe que tuvieron los creyentes que vivieron en el Antiguo
Testamento. “Por la fe Abel... Enoc...
Noé... Abraham... Isaac... Jacob... José... Moisés... Rahab..., etc”. A Pablo le faltaría el tiempo hablando de la fe
de “Gedeón, de Barac, de Sansón, de Jephté, de
David, de Samuel, y de los profetas”. Todos estos, “por fe ganaron reinos, obraron justicia,
alcanzaron promesas...” (v. 33)
“Es pues la fe la sustancia de
las cosas que se esperan... por ella
alcanzaron testimonio los antiguos” (Heb 11:1-2).
c/ Si fuera cierta la suposición de que en el Antiguo Testamento las personas
podían salvarse mediante su obediencia a la ley, ¿qué necesidad había de hacer
un cambio posteriormente? ¿Qué necesidad había de Cristo y de otro pacto?
“Si la ley dada pudiera
vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley” (Gál 3:21).
“Si por la ley fuese la
justicia, entonces por demás murió Cristo” (Gál 2:21).
“Si aquel primer pacto hubiera sido sin
defecto, ciertamente no se habría procurado lugar para el segundo” (Heb 8:7).
d/ El nuevo pacto no se hace con los gentiles,
sino igualmente con Israel y Judá:
“Vienen días, dice Jehová, en
los cuales haré un nuevo pacto con la
casa de Israel y con la casa de Judá… Este es el pacto que haré con la casa
de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Pondré mi ley en su mente y la
escribiré en su corazón… perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de
su pecado” (Jer
31:31 y 33).
“Vienen días —dice el Señor— en
que estableceré con la casa de Israel y
la casa de Judá un nuevo pacto” (Heb 8:8).
e/ Al contrario de lo que pretende el pensar dispensacionalista, el nuevo pacto no invalida la ley. Aquello
que en el Sinaí grabó Dios con su propio dedo en tablas de piedra, en el nuevo
pacto lo escribe él mismo en nuestro corazón:
“Sois letra de Cristo... escrita
con el Espíritu del Dios vivo... no en tablas de piedra, sino en tablas de
carne del corazón” (2 Cor 3:3).
“Este es el pacto que haré con
ellos después de aquellos días, dice el Señor: Daré mis leyes en sus corazones, y en sus almas las escribiré” (Heb 10:16).
¿Te suena lo anterior a que le ley haya sido abolida? El dispensacionalismo
llega a conclusiones erróneas debido a que se basa en premisas falsas.
·
Premisa falsa
nº 1: la salvación es diferente en las diversas épocas.
·
Premisa falsa
nº 2: el viejo pacto es la ley, y que el nuevo pacto anula la ley.
No es así: el viejo pacto no es la
ley dada en Sinaí, sino la defectuosa respuesta del pueblo de Dios, sea en el Sinaí o en cualquier otro lugar
o momento en la historia —pasado, presente o futuro— desde la entrada
del pecado en Edén hasta el final del tiempo de prueba. El viejo pacto es una comprensión
equivocada o defectuosa del evangelio. Fue mayoritaria en tiempos del Antiguo
Testamento, y por desgracia también en los nuestros.
Es imprescindible comprender la diferencia que hace cómo nos acercamos a la
ley. En el nuevo pacto, la ley de Dios queda grabada en la mente y el corazón.
En el viejo pacto, la ley está grabada en piedra, en “la letra”. La ley grabada
en tablas de piedra, sin Mediador, significa muerte para el pecador. No puede
darnos más vida que la piedra en la que está grabada. No puede justificar ni
proporcionar justicia al mismo pecador al que condena, y nos condena a todos.
En contraste, la perfecta ley en
Cristo, el Mediador, el Autor y esencia de la ley, ahora no grabada en
piedra, sino personificada en él mismo —Piedra viviente—, significa vida para quien
lo recibe.
III. El pacto eterno
¿Puede Dios tener dos planes de salvación según la época histórica en la
que las personas vivan, salvando mediante la obediencia a la ley a unos, y
mediante la fe en Cristo a otros? Dios nunca se equivocó. Sólo hay un evangelio, sólo uno es su “pacto eterno”, sólo una su gracia y sólo Uno el Salvador:
“En ningún otro hay salud;
porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos
ser salvos” (Hech
4:12).
Dios no nos habla en la Biblia de “mis pactos”, sino de “mi pacto”. La Biblia habla de dos pactos,
pero sólo uno de ellos es SU pacto: su pacto
eterno, el pacto de la gracia o nuevo pacto. Anunciado a nuestros primeros
padres tras ser expulsados del Edén; prometido a Noé, a Abraham, a Jacob, a
Moisés, a David, a Jeremías. Y a nosotros.
a/ Es eterno (2 Sam 23:5; Isa 55:3; Jer 32:40; Eze
16:60; Heb 13:20): No es un trato
o convenio acordado entre Dios y
Abraham, o entre Dios y ningún otro ser humano, sino que fue un compromiso acordado entre Dios Padre y Dios Hijo
en los días de la eternidad, desde antes de la fundación del mundo. Es aquel “consejo de paz” entre el Padre y el Hijo del que nos habla Zacarías:
“El pacto de misericordia fue
hecho antes de la fundación del mundo. Ha existido desde toda la eternidad,
y es llamado el pacto eterno” (Ellen White, Signs of the Times, 12 junio 1901).
“El pacto de la gracia —favor
inmerecido— existía en la mente de Dios desde los siglos eternos. Se lo
llama el pacto eterno...” (Ellen White,
A fin de conocerle, 369).
“He aquí el varón [el Hijo]... Él edificará el templo de Jehová [el Padre]... y consejo de paz será entre ambos a dos” (Zac 6:12-13).
b/ Ese compromiso mutuo contraído entre el Padre y el Hijo, cuando Dios lo
presenta al hombre caído, tiene siempre el formato de una promesa o juramento.
“El pacto
previamente ratificado por Dios en Cristo no puede ser anulado por la Ley, la
cual vino cuatrocientos treinta años después; eso habría invalidado la promesa” (Gál 3:17).
Observa que se emplea “pacto” y “promesa” de forma
equivalente. En todos los lugares en que se lo encuentra en la Biblia, el pacto
eterno tiene el formato de una promesa
o declaración unilateral de parte de
Dios. Se le comunica al hombre, pero
la promesa en sí es tan anterior a la existencia del hombre como lo es la
propia eternidad de Dios:
“Dios, que no puede mentir, prometió antes de los tiempos de los siglos” (Tito 1:2).
“Él nos salvó y llamó con
llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y
la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2 Tim 1:9).
Aunque le es anunciado —prometido— al ser humano, no se trata de un negocio
o contrato hecho con ningún ser humano: este no aporta nada, pues nada tiene. No sólo por haber caído en el
pecado, sino por ser una criatura, el hombre depende totalmente de su Creador: nunca
está en un plano de igualdad con él. No hay una “parte humana” en el pacto eterno, pues el hombre no tiene eternidad alguna. No hay una “parte
humana” en el pacto de la gracia, pues
la gracia es exclusivamente de origen divino: el hombre es sólo el receptor, el
destinatario de las promesas del pacto.
c/ ¿Pacto o testamento? El Nuevo
Testamento no contiene synthéke (convenio o acuerdo), sino diathéke (testamento). En un testamento, el receptor no pacta con el dador, sino que hereda de él, recibe, una vez que ha tenido lugar la muerte del testador.
Esta es la aclaración lingüística que hace F. Lacueva en su Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español,
en relación con Mateo 26:28: “Esta es mi sangre del nuevo pacto (diathéke), la cual es derramada por muchos para remisión de los pecados”: “El griego diathéke no implica un convenio con otro
(sería synthéke)... Sólo Dios es el
pactante, sólo el hombre es el beneficiario, y el pacto se formaliza mediante
la sangre de la víctima [divina]”.
“Así que, por eso [Cristo] es mediador del nuevo testamento [pacto], para que interviniendo muerte para la
remisión de las rebeliones que había bajo del primer testamento [pacto], los que son llamados reciban la promesa
de la herencia eterna. Porque donde hay testamento, necesario es que intervenga
muerte del testador” (Heb
9:15-16).
Si somos de Cristo, somos herederos
en ese testamento juntamente con el creyente Abraham (Gál 3:29).
d/ La primera vez que el hombre sabe acerca de ese pacto eterno, en la
promesa de la enemistad que Dios pondría entre la serpiente y la mujer, no es mediante
palabras dirigidas por Dios a Adán y Eva,
sino a la serpiente. Eso hace
imposible que se trate de un acuerdo mutuo entre
Dios y el hombre.
“El pacto de la gracia se estableció primeramente con el hombre en el Edén, cuando después de la caída
se dio la promesa divina de que la
simiente de la mujer heriría a la serpiente en la cabeza” (Ellen White, PP,
340; granate, 386).
“Enemistad pondré entre ti [Satanás] y la mujer... esta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gén 3:15).
e/ El pacto eterno incluye a los
animales y a la tierra.
Así le fue comunicado a Noé:
“Yo, he aquí que yo establezco
mi pacto con vosotros, y con vuestra simiente después de vosotros; y con toda
alma viviente que está con vosotros, de aves,
de animales, y de toda bestia... todo animal de la tierra... Mi arco pondré en las nubes, el cual
será por señal de convenio entre mí y la
tierra” (Gén
9:9-16).
¿Qué prometieron a cambio los animales y la tierra? ¿A qué se
comprometieron? ¿Cuál es “nuestra parte” en el arco iris de la promesa? Recuerda
que el trono de Dios sigue estando rodeado del arco iris de la promesa, en
señal de la inmutabilidad de su pacto (Apoc 4:3).
f/ La respuesta adecuada ante una promesa, es creerla. No es obedecerla, ni es hacer promesas (obedecer “a
plazos”) a cambio. Cuando intentamos sumarle “las obras de la ley” (nuestras obras), la promesa queda anulada:
“Si la herencia es
por la Ley, ya no es por la promesa; pero Dios se la concedió a Abraham
mediante la promesa” (Gál
3:18).
“Si los que son de la ley son
los herederos, vana es la fe, y anulada es la promesa” (Rom 4:14).
O bien es por la ley, o bien por la promesa: es imposible añadir una
cosa a la otra, como pretendían los Gálatas. O es todo de Cristo, o nada de él. Cuando hablamos de las promesas de Dios, estamos hablando de Cristo, del Verbo o Palabra, ya que:
“Todas las promesas de Dios son
en él [Cristo] Sí, y en él Amén” (2 Cor 1:20).
“No hay mejor manera de agradar
al Salvador que teniendo fe en sus promesas” (Ellen White, Dios nos cuida, 309).
IV. Nuevo pacto: pacto eterno
renovado
“Haré de ti una nación grande,
te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición. Bendeciré a los que te
bendigan, y a los que te maldigan maldeciré; y serán benditas en ti todas las
familias de la tierra... Y se apareció Jehová a Abram, y le dijo: —A tu
descendencia daré esta tierra” (Gén 12:2-3 y 7).
“Abram creyó a Jehová y le fue
contado por justicia… Aquel día hizo Jehová un pacto con Abram, diciendo: —A tu
descendencia daré esta tierra...” (Gén 15:6 y 18).
Las promesas hechas a Abraham a propósito de una descendencia incontable y
de la posesión de la tierra, incluían:
a/ La vida eterna necesaria para
disfrutar dicha herencia inmortal. No se trataba simplemente de la posesión
temporal de la tierra de Canaán, sino de toda la tierra:
“Fue dada la promesa a
Abraham... que sería heredero del mundo” (Rom 4:13).
“Bienaventurados los mansos: porque ellos recibirán
la tierra por heredad” (Mat 5:5).
“[Abraham] esperaba ciudad con fundamentos, el
artífice y hacedor de la cual es Dios... Conforme a la fe murieron todos estos
sin haber recibido las promesas... confesando que eran peregrinos y advenedizos
sobre la tierra” (Heb 11:10-13).
b/ Las promesas a Abraham incluían la justicia
necesaria para poseer la herencia prometida:
“Esperamos cielos nuevos y
tierra nueva, según sus promesas, en los cuales mora la justicia” (2 Ped
3:13).
Incluían el perdón en Cristo y el poder para vencer al pecado:
“Este es el pacto que haré...
daré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones... perdonaré la
maldad de ellos” (Jer 31:33-34; comparar con v. 36).
“En tu simiente serán benditas todas las gentes de la tierra” (Gén
22:18).
“No dice: Y a las simientes,
como de muchos; sino como de uno: Y a tu
simiente, la cual es Cristo” (Gál 3:16).
Al pacto eterno se lo llama “nuevo” en el sentido de renovado, en contraste con lo obsoleto del viejo pacto. El pacto
que el Señor llama “nuevo”, es el pacto eterno renovado: la única
manera en la que Dios salva y ha salvado siempre en Cristo.
V. Viejo pacto
Sabemos que no hay más que un Salvador, un evangelio, una gracia, un plan
de salvación. Si el pacto que Dios nos da, el que él describe como “mi pacto” —su pacto eterno o pacto de la gracia— es un solo pacto, ¿por qué en la
Biblia encontramos dos pactos: el viejo y el nuevo? ¿En qué puede consistir ese
viejo pacto? ¿Por qué está en la Biblia? ¿Qué es eso que Pablo describe como
ministerio de muerte, de condenación, que lleva a servidumbre, que es
defectuoso y caduco? ¿Puede haber algo más importante que saber distinguir
claramente entre lo que lleva a la esclavitud y lo que lleva a la salvación?
Esclavitud no se refiere sólo a la situación del pueblo de Israel en Egipto, que
era una metáfora de la esclavitud del pecado y de la pertenencia al reino de
Satanás.
Así, en la Biblia se nos habla de dos
pactos, pero el plan de la salvación y el evangelio es sólo uno, y Dios lo llama “mi pacto”. Del otro pacto, del viejo, Pablo dice que está caduco, que tiene
defecto, que produce esclavitud, que es un ministerio de muerte y de
condenación. Claramente, hemos de rechazarlo. ¿Cuál es la explicación?
Dios hizo un pacto, el que él llama “mi pacto”. El otro pacto (el viejo), no lo estableció Dios, sino el hombre en
su vano esfuerzo por salvarse obedeciendo una ley que ya había transgredido y
que era incapaz de obedecer.
El pacto eterno —o nuevo— es la salvación por la gracia. El viejo pacto es
la quimera de la salvación por las obras, que sólo puede traer esclavitud.
Veamos cuál era el propósito de
Dios al convocar a Israel al pie del Sinaí:
“Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis
mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque
mía es toda la tierra” (Éxodo 19:4-5).
Primeramente, Dios se presenta como su Libertador, como su Salvador. ¿Qué
les pide?
a/ “Si diereis
oído a mi voz”: les pide que lo reconozcan como a su
Libertador y Salvador (esclavitud de Egipto equivale a esclavitud del pecado).
Parece una banalidad, pero no lo es: al ser humano le suceden muchas desgracias
por “hacer” sin “escuchar” antes.
b/
“...y guardareis
mi pacto”.
1/ “Guardar” no
significa necesariamente lo que solemos entender por “obedecer”:
“Tomó, pues, Jehová Dios al
hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (Gén
2:15).
No puedes “obedecer” a un huerto, pero puedes apreciarlo
y cuidarlo, puedes prestarle atención. Tanto en Éxodo 19:5 como en Génesis 2:15
se emplea la misma palabra hebrea: samar, que significa apreciar, cuidar, atesorar.
2/ ¿A qué pacto puede referirse? Observa que aún no les ha dado la ley escrita en tablas
de piedra (eso viene después, en el capítulo 20). Dice “mi pacto”. ¿Cuál
puede ser ese, su pacto? —Ha de ser el único pacto que existía: el pacto
eterno, el pacto de la gracia. Aparece en toda la Biblia como una gran promesa
de parte de Dios: de ahí el posesivo “mi pacto”.
¿Cómo podemos estar seguros de que ese era el pacto que quería renovarles a
los israelitas? ¿Cómo podemos estar seguros de que lo que quería es que lo
oyeran, que lo escucharan, que creyeran sus promesas, tal como hizo Abraham? —Por
lo que leemos en Éxodo 6:
En los días de Moisés, antes de salir de Egipto, el Señor ya había
intentado llevar al pueblo de Israel a la experiencia del pacto de la gracia:
“Establecí mi pacto con ellos, de
darles la tierra de Canaán... Heme acordado de mi pacto. Por tanto
dirás a los hijos de Israel: Yo Jehová; y yo
os sacaré... y os redimiré... os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios... yo os meteré en la tierra... yo os la daré por heredad. Yo Jehová... De
esta manera habló Moisés a los hijos de Israel: mas ellos no escuchaban a Moisés...” (Éxodo
6:4-9).
¿Ves ahí alguna promesa humana? ¿Quién es el que promete? Dios
estaba haciéndoles magníficas promesas. Como en el caso de Abraham, no les
estaba pidiendo que prometieran nada a cambio. Tampoco que “obedecieran”, sino
que lo oyeran y lo creyeran. Es claro que el Señor ya lo había intentado antes
que salieran de Egipto, pero había un gran problema: “no escuchaban”. Dios quería ahora, en el Sinaí, renovarles
su pacto eterno. Quería llevarlos a la experiencia
de Abraham:
“Mira ahora a los cielos, y
cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu simiente... Y díjole: Yo soy Jehová, que te saqué de Ur
de los Caldeos...” (Gén 15:5-7).
“En aquel día hizo Jehová un
pacto con Abraham diciendo: “A tu simiente daré
esta tierra...” (v. 18).
La expresión “hizo Jehová un pacto con
Abraham” tiene el sentido de dar a conocer a Abraham el pacto
eterno, el compromiso o acuerdo hecho desde la eternidad entre el Padre y el
Hijo, según el cual, si el hombre pecaba, Dios se daría —en Cristo— para
redimirlo mediante su sacrificio eterno. Le restituiría así la heredad perdida,
la tierra, junto a la vida eterna para disfrutarla y la justicia para poseerla.
¿Cuál fue la respuesta de Abraham? ¿Le prometió algo a cambio? ¿Le aseguró
a Dios que se portaría bien?
“Creyó a Jehová...” (Gén 15:6).
¿Era esa la respuesta que Dios esperaba de él? ¿Cómo acogió Dios la reacción
de Abraham?:
“Se lo contó por justicia” (Id).
No hay cosa mejor que te pueda suceder. La de Abraham fue exactamente la respuesta adecuada, tras serle comunicado el pacto eterno, la promesa
que trae salvación en Cristo: la Simiente. Dios da, Dios promete, y el
hombre cree y recibe; dice “Amén”. Pablo citará ese texto (“creyó a Jehová y se lo contó por justicia”) como siendo el paradigma de la respuesta apropiada al evangelio
o pacto eterno (ver Romanos 4:3 y 9:22, y de nuevo en Gálatas
3:6). Hasta el propio Santiago lo citará (Sant 2:23).
Volvamos al Sinaí:
“Visteis lo que hice a los egipcios,
y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora pues, si diereis oído a mi voz y guardareis mi
pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía
es toda la tierra” (Éxodo 19:4-5).
En el Sinaí, Dios quería renovarles el pacto de la gracia, tal como había
hecho con Adán y Eva, con Noé, con Moisés, con Abraham, etc. Lo había intentado
ya en el episodio citado de Éxodo 6. ¿Lo escucharía ahora y lo creería su
pueblo? Ese era el “plan A” divino.
El Salmo 81 nos informa de cuál era el propósito de Dios al darles la ley
(compara con Éxodo 20):
“Israel, si me oyeres [sama], no habrá en ti dios ajeno, ni
te encorvarás a dios extraño. Yo soy Jehová tu Dios, que te hice subir de la
tierra de Egipto” (Salmo 81:8-10).
Les estaba virtualmente diciendo: ‘Israel, yo soy vuestro Redentor. No
tenéis fortaleza ni bondad alguna por vosotros mismos; pero si me prestáis
oído, si os confiáis a mí, si me recibís como a vuestro Señor y Salvador, yo pondré mis leyes en vuestros
corazones. Yo os perdonaré, os
limpiaré y os daré mi justicia’. No olvides que era Cristo quien les hablaba.
Desde la entrada del pecado, toda comunicación entre Dios y los hombres se ha
efectuado mediante el Hijo.
Si hubieran tenido la mentalidad de Abraham, habrían comprendido que en el
Sinaí Dios les daba diez grandes promesas “en la mano de un mediador” (Gál 3:19). ¿Quién era el mediador?
“Hay un solo Dios, asimismo un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim 2:5).
En Cristo, en el evangelio, aquellas “diez palabras” no eran diez
órdenes, sino diez maravillosas promesas. Pero debido a que se sentían
seguros de poder obedecerlas (sin Cristo), y asumieron que obedecer era su
parte en el “convenio”, Dios tuvo que permitir que pasaran por la amarga
experiencia de comprobar que eran incapaces de hacer otra cosa que no fuera
violar la ley.
Para ellos la ley no representó vida, sino muerte, pues la recibieron en
tablas de piedra, y no en la Piedra viva de la que mana toda bendición,
incluida la propia la vida. Y no era falta de parte de Dios, puesto que en
Sinaí (en Horeb) había una perfecta representación de la Piedra viva en aquella
roca de la que manaban las aguas que estaba trayendo sanidad física al pueblo (Éxodo
17:6; Deut 9:8-9; Sal 106:19).
¿Por qué podemos estar seguros de que la
obediencia no es la condición previa
para recibir las bendiciones del pacto? —Es sencillo: si podemos obedecer antes
de recibir las bendiciones del pacto (tal como creían los israelitas), ya no hace
falta el pacto que nos promete precisamente hacernos obedientes. Entonces ya no
harían falta las promesas ni Cristo. ¡Podríamos ser salvos por la ley! Esa obediencia no es la condición a cumplir
previamente, sino que es precisamente aquello
que nos promete el pacto. Cuando vas a pedir una hipoteca porque no
disponéis del dinero necesario para comprar una casa, ¿qué cara se te pondría
si para concederte la hipoteca, el banco te pidiera precisamente el dinero que
cuesta la casa? Así de absurda es la pretensión de que la obediencia humana es
la condición para el pacto, siendo que precisamente lo que promete el pacto es
darnos —en Cristo— la obediencia (también el perdón) de la que somos incapaces
por nosotros mismos.
Identificamos la expresión “obedece y vivirás” con el viejo
pacto, y lo hacemos con razón, pues ahí no está Cristo. Pero en realidad “obedece y vivirás” es una ley o principio universal e inmutable. Es cierto
por siempre, y para todo ser moralmente libre al margen de la época en que viva.
Es como decir “la paga del pecado es la muerte”, pero expresado en positivo. La vida sólo proviene de
Dios, y la ley es la expresión del carácter de Dios. No hay vida posible en la
desobediencia —al margen de Dios. Si pudiésemos obedecer, tendríamos vida. Pero
hay un grave problema: tras la caída no podemos obedecer; y ese gran problema
requiere una gran solución. Los israelitas no comprendieron eso. Pretender
ganar la salvación obedeciendo, o bien haciendo promesas de obedecer, es el viejo pacto. Y no es un asunto de
tiempo: no va ligado a una dispensación, sino a la comprensión / elección /
experiencia de cada persona en todo tiempo.
La ley es justicia, pero no hay justicia ninguna en el pecador, y la ley no puede producir justicia en nosotros.
Sólo puede condenarnos, y la misma ley que nos condena no puede a la vez
justificarnos. La ley, sin Cristo, significa muerte para el pecador. Esa era la
lección del terremoto y los rayos en el Sinaí. La muerte habría sido el único
resultado si alguien se hubiera acercado al Sinaí, excepto a través del
Mediador, representado en aquella ocasión por Moisés.
A algunos les extrañan expresiones bíblicas alusivas o lo defectuoso del viejo
pacto, pero no debemos olvidar que Dios se vio obligado a permitir que su
pueblo atravesara experiencias amargas a fin de que comprendiera su necesidad
de un Salvador. Dios tuvo que condescender y aplicar su plan B a fin de
llevarlos al plan A, a la experiencia de la salvación por la gracia de Cristo
recibida por la fe, la única que produce los frutos de justicia. Es así como
podemos comprender textos como este:
“Por eso yo también les di ordenanzas
no buenas, y derechos por los cuales no viviesen” (Eze 20:25).
Dios nos da el pacto de su gracia precisamente porque, por nosotros mismos,
somos incapaces de esa obediencia que demanda la ley.
Ahora bien, no podemos ser salvos en la desobediencia, en el pecado; por lo
tanto, en el nuevo pacto —o pacto eterno—, aceptamos
y confiamos plenamente en la perfecta y completa obediencia de Cristo en
nuestro favor y nos sometemos a ella. No es una doctrina separada de
Cristo, sino que es la verdad en Cristo. No nos adherimos meramente a una
doctrina, sino que nos adherimos a Cristo. Aceptamos el perdón en su “sangre del nuevo pacto”, y Dios escribe su ley en nuestro corazón: eso significa
que nos da su justicia: nos hace obedientes a su ley. No nos salva en el pecado, sino del pecado.
“Las bendiciones del nuevo pacto están basadas únicamente
en la misericordia para perdonar iniquidades y pecados... En el nuevo y mejor pacto Cristo ha cumplido la ley por los
transgresores de la ley, si lo reciben por fe como Salvador
personal... En el mejor pacto somos limpiados del pecado por la sangre de
Cristo” (Ellen
White, 7 CBA, 943).
“Lo que era imposible a la ley,
por cuanto era débil por la carne, Dios enviando a su Hijo en semejanza de
carne de pecado... condenó al pecado en la carne. Para que la justicia de la
ley fuese cumplida en nosotros” (Rom 8:3-4).
No se trata de ninguna treta o trampa legal. ¿Qué es lo que recibimos, al
recibir a Cristo? ¿Qué llenaba el corazón de Cristo?
“El hacer tu voluntad, Dios mío,
me ha agradado, y tu Ley está en medio de mi corazón” (Sal 40:8).
Por lo tanto, al recibir a Cristo, recibimos la ley en el Dador de la ley.
Recibimos la ley grabada en la Piedra viva.
Puesto que el nuevo pacto promete escribir la ley en nuestros corazones —promete
hacernos obedientes—, es imposible que dicha obediencia sea la condición previa
para recibir las bendiciones o promesas del pacto. Quizá te interese conocer
cuáles son las condiciones del pacto:
“La
expiación de Cristo selló para siempre el pacto eterno de la gracia. Fue el cumplimiento de todas las
condiciones por las cuales Dios había suspendido la libre comunicación de
la gracia con la familia humana” (Ellen White, 7 CBA, 945).
“La muerte y la resurrección de Cristo completaron su pacto”
(Ellen White, 7 CBA, 944).
Volvamos una vez más al Sinaí. ¿Cuál fue la respuesta de Israel al intento
divino de darles el pacto de la gracia, el pacto eterno? Esta fue su respuesta:
“Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo
19:8); “Ejecutaremos todas las palabras que Jehová ha dicho” (24:3); “Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos” (24:7).
Al pueblo de Dios no le faltaba sinceridad ni buenas intenciones, pero le
faltaba conocimiento. ¿Fue así como respondió Abraham? ¿Fue respondiendo así,
como “le fue contado por justicia”?
Hemos visto que el pacto de la gracia, el que Dios llama “mi pacto”, consiste en promesas de parte de
Dios, promesas que Abraham “creyó” (esa fue su respuesta). Pero hagámonos esta
pregunta, y presta ahora mucha atención, porque es de importancia capital para
comprender la diferencia entre el nuevo y el viejo pacto:
¿Quién estaba prometiendo en el Sinaí?
¡El pueblo! Ese no era ya “mi pacto” (el pacto de Dios), sino “su pacto” (de ellos). Por eso se lamentaría el
Señor: “No permanecieron en mi pacto” (Heb 8:9).
Dios quería que apreciaran el don de la obediencia perfecta, de la muerte expiatoria
de Cristo en lugar del pecador culpable, representada en el sistema de
sacrificios que daría al pueblo junto al Decálogo, puesto que sin Cristo jamás
podrían obedecer ni vivir. Pero ellos entendieron que tenían la suficiencia
para obedecer la ley, y en lugar de aceptar las promesas de Dios en Cristo (pacto
eterno, nuevo pacto), prometieron ellos
mismos obedecer a fin de vivir, configurando así el viejo pacto, en el que Cristo está ausente. ¡Ese es el
gran problema del viejo pacto!
Esa es la razón por la que sólo uno
es el pacto eterno, el pacto que hace Dios, el que provee salvación; y sin
embargo la Biblia nos habla de dos
pactos. El “viejo pacto” no es más que una forma defectuosa y errónea de
comprender el pacto eterno, por parte del hombre que desconoce (1) cuál es la
magnitud de su incapacidad, y (2) cuán elevada es la norma divina de justicia.
“Los israelitas no percibían la
pecaminosidad de su propio corazón, y no comprendían que sin Cristo les
era imposible guardar la ley de Dios; y con excesiva premura concertaron su pacto con Dios. Creyéndose capaces
de ser justos por sí mismos, declararon: ‘Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos’ (Éxodo 24:7)” (Ellen White, PP, 341-342; granate 388).
El pueblo de Israel había entrado, mediante su vana promesa, en la dinámica
del “viejo pacto”. Pero no cabe acusar aquí de profanidad al pueblo de
Dios. No es de ningún modo que Israel quisiera dar la espalda a Dios. La disposición de Israel era positiva, y en ese sentido permanece
como un ejemplo para nosotros. No era para nada un caso de indiferencia o
perversidad en las intenciones: era un caso de ignorancia. Como afirmó Pablo:
“Mi oración a Dios sobre Israel,
es para salud. Porque yo les doy testimonio que tienen celo de Dios, mas no
conforme a ciencia. Porque ignorando
la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado
a la justicia de Dios” (Rom 10:1-3).
Dios no desechó a Israel. Condescendió,
y en cierto modo aceptó entrar en ese pacto iniciado por ellos, porque la
única forma de aprender, para muchos de nosotros, es equivocándonos. En su
misericordia, Dios aceptó el plan B.
“Antes que viniese la fe,
estábamos guardados bajo la ley... de manera que la ley nuestro ayo fue para
llevarnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe” (Gál 3:23-24).
Pocas semanas después de su promesa, el pueblo de Israel estaba adorando al
becerro de oro al pie del Sinaí.
Cuando existe un pacto entendido como un acuerdo entre dos partes, en el
momento en que uno de los dos incumple su parte, el pacto queda anulado. Ese
viejo pacto quedó entonces anulado, quebrantado, sin efecto. Pero sirve por
siempre para que aprendamos que “por las obras de la ley ninguna carne se justificará delante de él; porque
por la ley es el conocimiento del pecado” (Rom 3:20).
Cuando se acerca un cambio de año, muchos parecen sentirse obligados a
hacer promesas. Recordad que la
Biblia está llena de amonestaciones a que creamos en las promesas que Dios nos
hace en Cristo; sin embargo, no encontraréis ningún lugar en que se nos anime a
hacerle promesas a él. Esto es lo más parecido que he encontrado:
“Cuando te abstuvieres de
prometer, no habrá en ti pecado” (Deut 23:22).
Recordad cuál es el resultado de las promesas —humanas— del viejo pacto: Pedro
prometió al Señor, con su mejor intención (con celo, pero sin ciencia):
“Aunque todos sean
escandalizados en ti, yo nunca seré escandalizado” (Mat
26:33).
No fue sólo Pedro. Nosotros solemos cantar: “Aunque todos te negaren, yo
Señor, te seguiré”. Si lo decimos confiando en nosotros mismos, en la fuerza de
nuestra voluntad, experiencia o conocimientos, somos como Abraham cuando
pretendía ayudar a Dios a cumplir su promesa mediante Agar —apoyándose en la
carne—, o como Caín intentando
ofrecer lo mejor de uno mismo... El gran problema es que, como sucedía con el
pacto que hizo el pueblo en el Sinaí,
“Caín pensó lograr el favor
divino mediante una ofrenda que carecía
de la sangre del sacrificio” (Ellen White, PP, 53; granate, 60).
Sólo Cristo trae la libertad, y las promesas humanas de los israelitas
carecían de Cristo. Las promesas humanas que contienen la vana pretensión de
añadir la fuerza del ser humano al poder de Cristo, llevan a la esclavitud como
único resultado posible:
“Vuestras promesas y
resoluciones son tan frágiles como telarañas [original:
cuerdas de arena]. No podéis gobernar vuestros
pensamientos, impulsos y afectos. El conocimiento de vuestras promesas no
cumplidas y de vuestros votos quebrantados debilita la confianza que tuvisteis
en vuestra propia sinceridad, y os induce a sentir que Dios no puede aceptaros;
mas no necesitáis desesperar” (Ellen White, CC,
47).
Como sucedió con los Israelitas, Dios nos tiene que permitir atravesar ese
camino amargo de constatar que no hemos cumplido nuestras promesas y que hemos
quebrantado nuestros votos. Ha de permitir que nos sintamos encerrados en la
cárcel del pecado, “guardados bajo la ley”, no para
condenarnos, sino con otro propósito: el de llevarnos a ese “mejor pacto”; uno que está basado “en mejores promesas” (Heb 8:6). ¿Por qué está basado en mejores
promesas? —Porque no somos nosotros quienes prometemos, sino él, y “fiel es el que prometió” (Heb 10:23). Dios nos quiere llevar a un mejor
pacto: un pacto que es duradero, uno que ha sido establecido entre Dios Padre y
Dios Hijo desde la eternidad.
“Este es el pacto que haré con
ellos después de aquellos días, dice el Señor: Daré mis leyes en sus corazones
y en sus almas las escribiré; y añade: Y nunca más me acordaré de sus pecados e
iniquidades” (Heb
10:16-17).
En ese, su pacto eterno, Dios nos hace herederos
de todas las riquezas del universo en Cristo, nos hace coherederos con él y con
el creyente Abraham. Nos da el perdón en Cristo; nos limpia de nuestros pecados
haciéndolos desaparecer; promete poner su ley en nuestros corazones, tal como sucedió con Abraham:
“Oyó Abraham mi voz, y guardó
mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes” (Gén 26:5).
VI. Inmutable
El viejo pacto, el que configura el hombre al prometerle obediencia a Dios,
queda anulado en el mismo momento en que el hombre desobedece, que suele ser
muy pronto:
“Apenas unas pocas semanas
después [del Sinaí], quebrantaron su pacto con Dios al postrarse a adorar una imagen fundida. No
podían esperar el favor de Dios por medio de un pacto que ya habían roto” (Ellen White, PP, 341; granate, 388-389).
En contraste, el pacto eterno es inmutable.
Permanece en plena vigencia a pesar de nuestras continuas desobediencias, pues
es un pacto que no hicimos nosotros con Dios, sino que lo hizo nuestro
amante Padre celestial con su Hijo. Por tratarse de un compromiso contraído por
la propia Deidad desde los días de la eternidad, tiene el carácter inmutable de
su Autor. Mientras que las promesas humanas envejecen desde el mismo momento en
que las hacemos, las misericordias de Dios son nuevas cada mañana, y no porque
las merezcamos:
“Yo Jehová, no me mudo; y así
vosotros, hijos de Jacob, no habéis sido destruidos” (Mal 3:6).
“Si fuéremos infieles, él
permanece fiel: no se puede negar a sí mismo” (2 Tim 2:13).
“Fiel es el que prometió” (Heb
10:23).
Podemos recibir, o bien podemos rechazar las bendiciones del pacto, pero
jamás podemos revocar el pacto:
afortunadamente es tan eterno e invariable como su Autor. Es soberano. “Nuestra
parte” es aceptarlo y recibirlo.
“Queriendo Dios mostrar más
abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento” (Heb 6:17).
“Recibir y creer es
nuestra parte en el contrato” (Ellen White, En los lugares celestiales, 12).
Así expresa Jeremías el nuevo pacto:
“Este es el pacto que haré con
la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en sus
entrañas y la escribiré en sus corazones... perdonaré la maldad de ellos y no
me acordaré más de su pecado” (Jer 31:33-34).
Pero fíjate bien cómo lo garantiza. Es muy importante:
“Así ha dicho Jehová, que da el
sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz de la
noche... Si estas leyes faltaren delante de mí, dice Jehová, también la
simiente de Israel faltará para no ser nación delante de mí todos los días” (v. 35-36).
“Así ha dicho Jehová: Si pudiera
invalidarse mi pacto con el día y mi pacto con la noche, de tal manera que no
hubiera día ni noche a su debido tiempo, podría también invalidarse mi pacto
con mi siervo David” (33:20-21, ver también v. 25-26).
¿Temes que Dios se olvide de hacer que se ponga el sol? ¿Teméis que no
amanezca mañana? La misma seguridad puedes tener en el perdón de tus pecados, en
el borramiento de tus iniquidades, y en que va a escribir su ley en tu corazón
conforme a su propósito y promesa. Si alguna vez te sientes tentado a dudarlo,
abre la ventana de tu habitación y también la de tu corazón. Mira al firmamento
tal como hizo Abraham, recordando estas Escrituras, y comprobarás que:
“Los cielos cuentan la gloria de
Dios, y la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día emite palabra al
otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría... la ley de Jehová
es perfecta, que vuelve el alma... Oh Jehová, roca mía, y redentor mío” (Sal 19).
Abraham no aprendió a creer en un día. Su fe vaciló al principio. Dios le
había prometido descendencia, pero el patriarca tenía ya cien años, así que
dijo al Señor: ‘Parece que resulta imposible eso que me prometes... Tengo fe en
ti, pero te voy a ayudar: acepta a Ismael’. Ismael significaba lo mejor que Abraham
podía hacer. Pero lo mejor que nosotros podemos hacer no alcanzará jamás la norma divina.
Dios nos promete poner su ley en nuestros corazones, que significa hacernos
obedientes a su ley. ¿Le vamos a decir: ‘Lo que prometes es imposible... No
puedo creerlo. Acepta a cambio lo mejor que yo puedo hacer’? Es
decir: ‘No puedo creer lo que me prometes. No tengo fe para eso, pero a
cambio, acepta mis obras’…
Observa que Israel, que tan presto parecía a obrar según lo que prometió en
Sinaí, tenía grandísimas dificultades para oír, para escuchar, para aceptar a
su Salvador y Santificador, como demostró en su repetida profanación del sábado
(Eze 20:12, 16 y 20-21). Nuestra incredulidad es el gran
obstáculo para que Dios cumpla su propósito en nosotros.
¿Crees que Dios te perdona los pecados en Cristo? ¿Crees que te limpia de
todo pecado? ¿Estás plenamente convencido de que Dios va a escribir sus leyes
en tu corazón?, ¿que te va a hacer obediente tal como ha prometido?
Tras haber flirteado con la mentalidad del viejo pacto (Agar), la fe de
Abraham creció y superó finalmente la prueba. Ahora, ni el sacrificio de su
hijo Isaac le haría dudar de la promesa del Señor:
“[Abraham] Tampoco en la promesa de Dios dudó con desconfianza: antes fue esforzado en
fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que todo lo que había prometido, era también poderoso para hacerlo. Por lo cual
también le fue atribuido a justicia” (Rom 4:20-22).
Dios espera de nosotros la misma respuesta que obtuvo de Abraham; la
respuesta que tanto deseó obtener de Israel; aquella que su pueblo le negó en
el Sinaí y a partir de entonces. Dios espera la respuesta con la que su pueblo
escogido, remanente, lo va a honrar por fin tal como él merece. En lugar de
responder: ‘Todas las cosas que tú has dicho, nosotros las haremos’, para
gloria de Dios, responderemos:
‘Todas las cosas que tú has dicho, tú
las harás en nosotros’. Ese fue el Amén de Abraham, a quien se le tomó su
fe por justicia.
“Haré con ellos pacto eterno,
que no tornaré atrás de hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos,
para que no se aparten de mí. Y me alegraré con ellos haciéndoles bien” (Jer 32:40-41).