Buenas nuevas en el juicio
Tom Cusack-LB,
2003
Vi otro ángel volar por en medio del cielo,
que tenía el EVANGELIO ETERNO para predicarlo a los que moran en la tierra, y a toda nación y tribu y
lengua y pueblo, diciendo en alta voz: Temed a Dios, y dadle honra; porque la
hora de SU JUICIO es venida; y adorad
a aquel que ha hecho el cielo y la tierra y el mar y las fuentes de las aguas (Apoc 14:6-7).
Ahora está teniendo lugar el juicio en el santuario celestial.
Laodicea significa “pueblo del juicio”, o “juicio del pueblo”.
El juicio es una realidad que la Biblia nos muestra en términos
inconfundibles:
Tú ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú
también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos hemos de estar ante
el tribunal de Cristo (Rom 14:10).
Es menester que todos
nosotros parezcamos ante el
tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que hubiere hecho por
medio del cuerpo, ora sea bueno o malo (2 Cor 5:10).
En el texto introductorio hemos leído que lo predicado en el
triple mensaje angélico es el evangelio (el evangelio eterno), y que eso
incluye el mensaje de que ha llegado la hora de su juicio.
“Evangelio” significa buenas nuevas, y “juicio” no suele evocarnos
ninguna buena nueva. No obstante, Pablo no disoció el juicio del evangelio:
En el día que juzgará el Señor lo
encubierto de los hombres, conforme a mi evangelio, por Jesucristo (Rom 2:16).
Algunos días después, viniendo Félix con
Drusila, su mujer, la cual era judía, llamó a Pablo, y oyó de él la fe que es
en Jesucristo. Y disertando él de la justicia, y de la continencia, y del juicio venidero, espantado Félix, respondió: Ahora vete; mas en teniendo
oportunidad te llamaré (Hechos 24:24-25).
No sabemos si Félix tuvo finalmente otra oportunidad o si cerró
definitivamente para sí las puertas de la gracia, pero su respuesta ilustra las
dificultades que tiene la mente natural para comprender dónde están las
buenas nuevas en el juicio.
Lucas 24 nos presenta al grupo de los que habían sido discípulos de Jesús
sumido en el desánimo tras la crucifixión de su Maestro. Un misterioso “Peregrino... en Jerusalem” (v. 18) les desveló
la clave para entender las Escrituras, que por ahora les resultaban
enigmáticas:
“¿No era necesario que el Cristo padeciera
estas cosas, y que entrara en su gloria?” Y comenzando desde Moisés y de todos
los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían, y
decían el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos
hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (Lucas 24:26-27 y 32).
¿Podéis
ver cuál era la clave mediante la cual Cristo abrió sus mentes?
Él les dijo: “Estas son las palabras que os
hablé estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliesen todas las
cosas que están escritas de mí en la ley de Moisés, y en los profetas, y en los
salmos”. Entonces les abrió el sentido, para que entendiesen las Escrituras; y
les dijo: “Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese,
y resucitase de los muertos al tercer día”
(Lucas 24:44-46).
El sacrificio eterno de Cristo en la cruz es lo que da
significado y explica toda verdad contenida en las Escrituras. ¿Podría ser el
juicio una excepción? La cruz de Cristo es la que nos ha de abrir el
entendimiento para que veamos las buenas nuevas en el juicio. Al considerarlas
a la luz de la Cruz, cobran “sentido” las
Escrituras del Antiguo Testamento, y nos permiten comprender las del Nuevo.
En su comentario sobre Judas 15 (relativo al juicio), Ellen
White escribió (7 CBA, 964):
Dios
coloca cada acción en la balanza. ¡Qué escena será esa! Qué impresiones se
harán acerca del santo carácter de Dios y la terrible enormidad del pecado,
cuando el juicio basado en la ley se lleve a cabo en la presencia de
todos los mundos. Entonces surgirán ante la mente del pecador no arrepentido
todos los pecados que cometió, y verá y entenderá la totalidad de pecados y su
propia culpa. Dios tendrá en cuenta a todos los que han transgredido su ley y
quebrantado su pacto con él cuando sean coronados los leales vencedores. Y no
estará ausente ninguno de los justos. Verán en el Juez, en Cristo Jesús, a Aquel
a quien ha crucificado cada pecador.
La Biblia contiene una historia que ilustra nuestra realidad, y
que nos reconforta con buenas nuevas. ¿Recordáis el relato con el que acaba el
libro de Génesis? ¿Recordáis cómo los hermanos de José habían intentado matarlo
y lo habían vendido a una vida de destierro y miserable esclavitud? Cuando
faltó el alimento, quedaron providencialmente a merced de su hermano José, a
quien habían maltratado al extremo. Pero se daba una situación nueva y
significativa: José era ahora el juez de sus hermanos.
En Génesis 41:40 leemos cómo el Faraón exaltó a José y le
dijo:
Tú estarás sobre mi casa y por tu palabra se
gobernará todo mi pueblo; solamente en el trono seré yo mayor que tú.
¿No fue acaso Jesús exaltado a la diestra de Dios? ¿No fue puesto
todo el reino bajo la autoridad de Jesús?
Por decirlo así, Jesús fue el “José” al que sus hermanos
intentaron asesinar. La diferencia es que en nuestro caso los “hermanos”
logramos consumar el crimen. Pero ahora, Aquel a quien nuestros pecados
quitaron la vida resulta estar sentado en el trono para juzgarnos.
Los hermanos de José no lo sabían, pero en su venida a Egipto
tenían que ir a enfrentarse con el mismo hermano al que habían intentado matar.
Ahora José iba a ser el juez de ellos.
Nosotros nos enfrentamos a la misma situación: Aquel a quien
crucificamos es ahora nuestro juez. ¿Qué puede esperar el pueblo de Dios en
el juicio?
Esa pregunta se responde con otra: ¿Cómo trató José a sus
hermanos? Así nos va a tratar Jesús.
El sentimiento de autodefensa de nuestra mente natural intenta
convencernos de que no tenemos nada que ver con hechos objetivos sucedidos
antes de nuestro nacimiento. Pero Jesús es “el Cordero
de Dios que fue inmolado desde el principio del mundo” (Apoc 13:8),
y ciertamente sus sufrimientos no cesaron hace dos mil años:
“Y
los que le traspasaron” [Apoc 1:7]. Esas palabras se aplican, no solamente a los que atravesaron a
Cristo cuando colgaba de la cruz del Calvario, sino a quienes, mediante sus
malas palabras o acciones lo atraviesan hoy. Cristo sufre diariamente
las agonías de la crucifixión. Los hombres y mujeres están atravesándolo
cada día al deshonrarlo rehusando hacer su voluntad (Signs of the Times, 28 enero 1903).
Una de las formas en las que crucificamos a Cristo es la que
indica Mateo 25:40:
En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis
hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis.
Nada tiene, pues, de extraño que Jesús dijese a sus
contemporáneos:
Decís: Si fuéramos en los días de nuestros
padres, no hubiéramos sido sus compañeros en la sangre de los profetas. Así
que, testimonio dais a vosotros mismos, que sois hijos de aquellos que mataron
a los profetas. ¡Vosotros también henchid la medida de vuestros padres!
¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo evitaréis el juicio del infierno? Por
tanto, he aquí, yo envío a vosotros profetas, sabios, y escribas; y de ellos, a
unos mataréis y crucificaréis, y a otros de ellos azotaréis en vuestras
sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad para que venga sobre vosotros toda
la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el
justo, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al cual matasteis entre
el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta
generación (Mat 23:30-36).
Zacarías vivió unos ochocientos años antes de quienes estaban
oyendo las palabras de Jesús, y su sangre aún teñía las piedras entre el templo
y el altar (2 Crón 24:20-21). Abel había vivido aun mucho antes, pero su
sangre seguía clamando a Dios desde la tierra, y no sólo contra Caín.
Recordemos cuál fue el centro del mensaje en las predicaciones
previas al derramamiento de la lluvia temprana en Pentecostés:
Sepa pues ciertísimamente toda la casa de
Israel, que a este Jesús que vosotros crucificasteis, Dios ha hecho
Señor y Cristo (Hechos 2:36).
El Dios de Abraham, de Isaac, y de Jacob, el
Dios de nuestros padres ha glorificado a su Hijo Jesús, al cual vosotros
entregasteis y negasteis delante de Pilato, juzgando él que había de ser
suelto. Mas vosotros, al Santo y al Justo negasteis, y pedisteis que se os
diera un homicida; y matasteis al Autor de la vida, al cual Dios ha
resucitado de los muertos; de lo que nosotros somos testigos (Hechos 3:13-15).
¿Recordáis la parábola de la viña y los labradores? Está en Mateo
21 y en Isaías 5. Un hombre, padre de familia, envió a su hijo
a los labradores de la viña después que estos hubieran herido, muerto y
apedreado a los siervos que envió previamente. Esta vez se dijo: ‘Tendrán
respeto a mi hijo’. Jesús refirió esa parábola a su pueblo. Los que entendían
sus palabras, las rechazaron entonces.
¿Se refiere esa parábola solamente a los contemporáneos de Jesús?
Hebreos nos habla de un diálogo íntimo, de la despedida en el
cielo del Padre y su Hijo único, al ser enviado a la tierra. Comparadlo con la
historia de José, y con la parábola de la viña y los labradores:
Por lo cual, entrando en el mundo dice: ...
me apropiaste cuerpo ... Entonces dije: HEME AQUÍ (Heb 10:5-7).
Dijo Israel a José: Tus hermanos apacientan
las ovejas en Siquem: ven y te enviaré a ellos. Y él respondió: HEME AQUÍ. Y él le dijo: Ve
ahora, mira cómo están tus hermanos y cómo están las ovejas, tráeme la
respuesta (Gén 37:13-14).
Los hermanos de José lo aborrecían:
Viendo sus hermanos que su padre lo amaba más
que a todos sus hermanos, le ABORRECÍAN, y no le podían hablar pacíficamente.
Y sus hermanos le tenían ENVIDIA (Gén 37:4 y 11).
¿Fue aborrecido Jesús? ¿Sufrió la envidia?
Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me
ABORRECIÓ antes que a vosotros (Juan 15:18).
Porque [Pilato] sabía que por
ENVIDIA le habían entregado (Mat 27:18).
Los hermanos de José habían dicho:
Ahora pues, venid y matémoslo, y echémoslo en
una cisterna, y diremos: Alguna mala bestia lo devoró: y veremos qué serán sus SUEÑOS (Gén 37:20).
Observad que el odio que los hermanos tenían hacia José estaba
relacionado con los “sueños” de este. Pero sabemos que eran sueños inspirados
por Dios; por lo tanto, se trataba en realidad de odio hacia el Espíritu de profecía,
y por lo tanto, de odio hacia el Espíritu Santo, hacia Cristo, hacia Dios. Es
algo así como lo que describe Amós 5:10:
Aborrecieron en la puerta al reprensor, y al
que hablaba lo recto abominaron.
Respondieron sus hermanos: “¿Has de REINAR TÚ SOBRE NOSOTROS, o has de dominarnos?” (Gén 37:8).
¿Acaso no es eso mismo lo que se oyó en la crucifixión?
No queremos que este hombre REINE SOBRE NOSOTROS” (Lucas 19:14).
De forma
natural, nuestro corazón no ama a Dios.
La intención de la carne es enemistad contra
Dios (Rom 8:7).
¿A qué llevó ese aborrecimiento?
Sucedió que, cuando llegó José a sus
hermanos, ellos hicieron DESNUDAR a José su ropa, la ropa de colores que tenía sobre sí (Gén 37:23).
¿Quién sufrió la desnudez a fin de poder cubrirnos con su
justicia?
Contar puedo todos mis huesos; ellos miran,
me consideran. Partieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes (Sal 22:17-18).
¿Cómo nos relacionamos con esa desnudez de nuestro Salvador?
¿Tenemos algo que ver con ella?
Porque tuve hambre, y me disteis de comer;
tuve sed, y me disteis de beber; fui huésped, y me recogisteis; DESNUDO, y me cubristeis (Mat 25:35-36).
Cuando desnudan a algún hermano nuestro exponiéndolo a la pública
vergüenza, ¿lo vestimos?, ¿o prestamos atención al relato de su desnudez y lo
divulgamos?
Respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os
digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis (Mat 25:40).
¿Qué hace Cristo por nosotros? ¿Qué hace con nuestra desnudez?
¿Qué hizo con la desnudez de Adán y Eva?
Me vistió de vestidos de salvación, me rodeó
de manto de justicia, como a novio me atavió, y como a novia compuesta de sus
joyas (Isa 61:10).
El vestido de piel de animal con que Dios cubrió la desnudez de
Adán y Eva nos habla de la necesidad de una primera víctima inocente, símbolo
de que cubrir nuestra desnudez moral costó la propia vida del Hijo de Dios.
Los hermanos decidieron:
Venid, y vendámosle a los Ismaelitas, y no
sea nuestra mano sobre él; que NUESTRO HERMANO ES NUESTRA CARNE. Y sus hermanos acordaron con él
(Gén 37:27).
Dios quiere que comprendamos que la forma en que tratamos a
“nuestra carne”, a nuestros hermanos, es la medida del amor que tenemos hacia
el Señor, nuestro “Hermano” en nuestra carne. Tenemos tendencia a disociar
ambas cosas, y quizá alberguemos la vana idea de que es posible amar a Cristo,
mientras que “no podemos ver” a algunos de nuestros hermanos.
Si alguno dice, Yo amo a Dios, y aborrece a
su hermano, es mentiroso. Porque el que odia a su hermano al cual ha visto,
¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?
(1 Juan 4:20).
Finalmente:
Como pasaban los Madianitas mercaderes,
sacaron ellos a José de la cisterna, lo trajeron arriba y lo vendieron a los
Ismaelitas por VEINTE PIEZAS DE PLATA. Y llevaron a José a Egipto (Gén 37:28).
Sabemos que Jesús fue vendido por treinta piezas de plata.
¿Cómo siente el Padre lo que le sucede a su Hijo?
Entonces tomaron ellos la ropa de José, y
degollaron un cabrito de las cabras, y tiñeron la ropa con la sangre; y
enviaron la ropa de colores y la trajeron a su padre, y dijeron: Esta hemos
hallado, reconoce ahora si es o no la ropa de tu hijo. Y él la conoció, y dijo:
La ropa de mi hijo es; alguna mala bestia le devoró; José ha sido despedazado.
Entonces Jacob rasgó sus vestidos, puso saco sobre sus lomos y se enlutó por su
hijo muchos días. Y se levantaron todos sus hijos y todas sus hijas para
consolarlo; mas él no quiso tomar consolación, y dijo: Porque yo tengo de
descender a mi hijo enlutado hasta la sepultura. Y lo lloró su padre (Gén 37:31-35).
Así apenaron el corazón del anciano padre, quien comprendió que su
hijo había fallecido. Cuando nosotros crucificamos a Cristo, también traemos
un gran pesar al corazón del Padre. Todo debido a la enemistad que alberga
nuestro corazón natural contra Jesús. Este es el problema de la condición
humana: que de forma natural no amamos a Dios ni amamos a Jesús. Por el
contrario, necesitamos un amor que nos sea dado, que venga de fuera de nosotros:
de arriba.
Sabemos que Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí (2
Cor 5:19). El Padre sufrió con su Hijo. ¿Es capaz de llorar el Padre de
Jesús, nuestro Padre? ¿Cómo os sentiríais viendo a vuestro hijo en la angustia
de la muerte?
Angustiado él, y afligido, no abrió su boca:
como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus
trasquiladores, enmudeció y no abrió su boca… Con todo eso Jehová quiso
quebrantarlo, sujetándole a padecimiento (Isa 53:7 y 10).
En toda angustia de ellos fue él angustiado (Isa 63:9).
¿Sucede también a la inversa? ¿Somos nosotros sensibles a su
angustia? En Amós 6:6 leemos acerca de los “reposados
en Sión”:
Beben vino en tazones, y se ungen con los
ungüentos más preciosos; y NO SE AFLIGEN POR EL QUEBRANTAMIENTO DE JOSÉ.
Ellen
White escribió en 1904:
El abandono del primer amor se
representa como una caída espiritual. Muchos han caído de esa forma. Toda
iglesia en nuestro país está en necesidad de confesión, arrepentimiento y
reconversión. El chasco de Cristo es indescriptible (Review
and Herald, 15 diciembre 1904).
¿Nos afligimos nosotros por el quebrantamiento de “José”?
Hemos leído que “Cristo sufre diariamente las agonías de la crucifixión”:
A los diez de este mes séptimo será el día de
las expiaciones: tendréis santa convocación, afligiréis vuestras almas y
ofreceréis ofrenda encendida a Jehová. Ninguna obra haréis en este mismo día,
porque es día de expiaciones para reconciliaros delante de Jehová vuestro Dios.
Porque toda persona que no se afligiere en este mismo día, será cortada de sus
pueblos (Lev 23:27-29).
El Señor Jehová de los ejércitos llamó en
este día a llanto y a endechas, a mesar y a vestir saco. Y he aquí gozo y
alegría, matando vacas y degollando ovejas, comer carne, beber vino, diciendo: “¡Comamos
y bebamos, que mañana moriremos!” (Isa 22:12-14).
Estamos en el Día de la Expiación; tiempo de vivir
sobriamente, en armonía con la labor de nuestro Sumo Sacerdote en el lugar
santísimo del santuario celestial.
José y sus hermanos fueron reunidos de nuevo. En el juicio que
está teniendo lugar ahora, Dios nos va a reunir con Cristo, nuestro Hermano
mayor. Él está procurando unir nuestro corazón con el suyo. Es la
reconciliación del Día de la Expiación, preparatoria para su venida. ¿No os
parece que en eso hay muy buenas nuevas?
José dijo a sus hermanos:
Seréis PROBADOS (Gén 42:15).
¿Cómo los juzga, cómo prueba José a sus hermanos cuando vienen a
él (a Egipto) llevados por el hambre?
José como vio a sus hermanos, los conoció,
mas hizo que no los conocía y les habló ásperamente
(Gén 42:7).
¿Significa eso que José no se conmovía por sus hermanos, que no
los amaba? Cuando no vemos el final de la prueba, nuestros sentimientos nos
dicen que Dios nos ha abandonado. ¿Es realmente así?
Por un pequeño momento te dejé; mas te
recogeré con grandes misericordias. Con un poco de ira escondí mi rostro de ti
por un momento, mas con misericordia eterna tendré compasión de ti, dijo tu
Redentor Jehová (Isa 54:7-8).
Una de las formas en que Dios nos prueba es actuando de incógnito,
como un extraño, tal como hizo José. Nos sentimos seguros de que
manifestaríamos la mayor reverencia y aprecio hacia Cristo si estuviera en la
carne entre nosotros. Pero si viniera de esa forma y no se identificara, es
posible que lo confundiéramos con un fanático, un pretencioso o un disidente
(como dice El Deseado que se etiquetó a Jesús). Cuando Cristo estuvo en
esta tierra, fue un hombre con la misma apariencia que cualquier otro. No
llevaba un traje distinto ni brillaba sobre su cabeza ningún aura que
permitiera reconocerlo por el aspecto. No estamos tratando a Cristo mejor de
cómo tratamos a la persona a la que peor tratamos en esta tierra. Todos
nuestros semejantes son “uno de estos mis hermanos pequeñitos”.
Ved que en todo ese proceso, lo que José busca es que sus hermanos
reflexionen en el pasado. Dios quiere saber si, a la luz de nuestra conducta en
el presente, nos hemos arrepentido cabalmente por el pasado y hemos aprendido
las lecciones de nuestra historia, tanto individualmente en nuestra vida, como en
nuestro pueblo.
Sabemos que la muerte del mártir Esteban, lapidado por los judíos,
marcó el final de Israel como pueblo escogido de Dios. ¿Qué es lo que trajo
sobre el pueblo de Israel ese juicio divino de rechazo? ¿De qué les estaba
hablando Esteban en su discurso, al que pusieron fin apedreándolo? ¿Qué fue
lo que despertó el odio de los judíos? Podéis verlo en Hechos 7. Les
estaba haciendo reflexionar sobre su historia, y afirmó que no habían
aprendido de ella.
¿Quieres tú juzgarlos? ¿los quieres juzgar
tú, hijo del hombre? Notifícales las abominaciones de
sus padres (Eze 20:4; ver
también Eze 22:2, 7, 9 y 27-29).
Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y
de oídos, vosotros resistís siempre al Espíritu Santo: como vuestros padres,
así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres?
Y mataron a los que antes anunciaron la venida del Justo, del cual vosotros
ahora habéis sido entregadores y matadores (Hechos 7:51-52).
¿Podemos rexaminar nuestra historia con provecho sin que se
despierten sentimientos similares a los del pueblo judío? ¿Podemos hacerlo
especialmente con nuestra historia de 1888, que es la historia de nuestro
rechazo a Cristo y al Espíritu Santo?
El mismo tipo de discurso que llevó a Esteban al martirio, tuvo un
resultado completamente distinto en Pentecostés. Entonces fue un juicio
para salvación:
Sepa pues ciertísimamente toda la casa de
Israel, que a este Jesús que vosotros crucificasteis, Dios ha hecho
Señor y Cristo. Entonces oído esto, fueron compungidos de corazón, y dijeron a
Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿QUÉ HAREMOS? (Hech 2:36-37).
Esa es la gran pregunta, y si no supiéramos responderla, todo
habría sido finalmente en vano. Pero vamos a dejar la respuesta para el final.
Por ahora veamos —porque es muy importante— cómo juzgó José a sus
hermanos: les hizo recorrer de nuevo el mismo camino en el que previamente
tropezaron, para ver cómo reaccionarían ahora. En ausencia de José, el hermano
menor —Benjamín— debió convertirse en el favorito de su padre:
Su alma [de Jacob] está ligada al alma
de él [Benjamín] (Gén 44:30).
¿Cómo tratarían ahora los hermanos de José a “mis hermanos pequeñitos”, a Benjamín? ¿Estarían
dispuestos a sacrificarse por su padre y por su hermano? ¿O lo aborrecerían y
le tendrían envidia? Benjamín no había venido a Egipto con los hermanos, pero
José lo sabía y lo reclamó. Dijo a sus hermanos:
No veréis mi rostro sin vuestro hermano con
vosotros (Gén 43:3).
¿Trataste mal a tu hermano, a uno cualquiera de tus hermanos?
¿Sirvió tu influencia para que su fe naufragara, para que se apartara de Dios y
de la iglesia? Cristo nos dice hoy, mientras podemos remediarlo:
No veréis mi rostro sin vuestro hermano con
vosotros.
Tras haber matado a Abel, Caín hizo a Dios una pregunta retórica:
¿Soy yo GUARDA de mi hermano? (Gén 4:9).
¿Qué os parece? ¿Somos guardas de nuestro hermano?
Grandes
responsabilidades descansan sobre todos los que han recibido el mensaje para
este tiempo. Somos guardas de nuestro hermano (Review and Herald, 6 marzo 1888).
Los
hermanos
se decían el uno al otro: “Verdaderamente hemos pecado
contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y
no lo escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta ANGUSTIA” (Gén 42:21).
Los hermanos de José estaban atravesando ahora un tiempo de
angustia. Su padre, Jacob, sabía bien en qué consiste la angustia. El mismo
que tan severo, distante e implacable les parecía, era su hermano José, quien,
lleno de amor y sabiduría de lo alto, los estaba conduciendo a través de una
experiencia de reflexión y profundo autoexamen para hacerles bien, para
bendecirlos y restablecer con ellos una relación íntima.
En su arrepentimiento, los hermanos reconocieron de forma unánime
la naturaleza de su culpa. Ninguno echaba ahora la culpa al otro ni a los
demás. Todos asumieron su común participación. Era lo contrario a la mente que
pretende: ‘No tenemos nada que ver con nuestro hermano’. Lo contrario de “¿soy yo guarda de mi hermano?” Como todo
arrepentimiento genuino, no iba acompañado de ninguna acusación ni de ninguna
disculpa o atenuante.
Entonces dijo Judá: ¿Qué diremos a mi señor?
¿qué hablaremos? ¿o con qué nos justificaremos? Dios ha hallado la maldad de
tus siervos (Gén 44:16).
Eso vino tras haberse hallado la copa de José en uno de los
costales de grano: en el de Benjamín. Judá no había robado la copa. ¡Qué fácil
le habría resultado argumentar que él no había sido y descargar la culpa en
algún otro!
Los hermanos se estaban dando cuenta de que hay un Dios en los
cielos, y que su problema, la causa por la que se veían en aquella angustiosa
situación, no era la copa en el costal de Benjamín, sino su corazón
manchado por el pecado, en necesidad de arrepentimiento, de limpieza, de
purificación.
En la experiencia de su arrepentimiento:
·
No se desentendieron los unos de los otros.
·
No se desentendieron de su pasado.
·
No se desentendieron específicamente de la forma en que habían
tratado a José.
Verdaderamente hemos pecado contra
nuestro hermano (Gén 42:21).
No es simplemente que nos hayamos separado de Dios, sino
que hemos pecado contra él. Nos separamos “de”, pero pecamos “contra”.
En el Calvario vemos mucho más que simple separación: vemos odio,
agresión, asesinato, rebelión. Todo eso es nuestro “pecado
contra nuestro hermano”, contra nuestros hermanos y contra nuestro
Hermano.
¿Qué diremos ahora nosotros a nuestro Señor?, ¿qué hablaremos?,
¿con qué nos justificaremos? Dios ha hallado nuestra maldad.
En el juicio investigador lo primero que ha de suceder es
que seamos totalmente convencidos de nuestros pecados, especialmente de nuestro
pecado de entregar a Cristo. Necesitamos tener una plena conciencia;
necesitamos que el Espíritu nos convenza de pecado y necesitamos afligirnos en
razón de ello. Hemos de sentir pesar, no porque si pecamos nos perdemos, sino
porque todo pecado personal nuestro participa en la muerte de Jesús, participa
en su sufrimiento y en el del Padre.
El Espíritu había estado haciendo la obra en los hermanos, pero el
arrepentimiento aún no había llegado a ser pleno. Estaban lamentándose
principalmente en razón de las consecuencias, no todavía por el pecado
mismo; y Dios espera y desea en nosotros algo más profundo que eso.
Entonces Rubén les respondió, diciendo: “¿No
os hablé yo y dije: ‘No pequéis contra el joven?’ Pero no me escuchasteis; por
eso ahora SE NOS DEMANDA SU
SANGRE” (v. 22).
Esta es la verdad profunda: que la sangre de Cristo está sobre
nosotros, sobre nuestras cabezas. Cada uno de nosotros hemos agraviado al
Espíritu Santo. Todos hemos oído la voz del Espíritu Santo. Sin embargo, no
hemos alcanzado lo requerido.
Todos pecaron y están destituidos de la
gloria de Dios (Rom 3:23).
Esa
oración de Cristo por sus enemigos [“perdónalos, porque no saben lo que hacen”] abarcaba al mundo. Abarcaba a todo pecador que
hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir hasta el fin del
tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión del Hijo de Dios (DTG, 694).
A
menos que individualmente nos arrepintamos ante Dios de la transgresión
de su ley, y ejerzamos fe en nuestro Señor Jesucristo a quien el mundo ha
rechazado, estaremos bajo la plena condenación merecida por aquellos judíos que
eligieron a Barrabás en lugar de Jesús. El mundo entero está acusado HOY del
rechazo y asesinato deliberados del Hijo de Dios (TM, 38).
Los hermanos empezaron a afligirse, y el versículo 24
nos dice que José tuvo que apartarse de ellos porque no podía retener el
llanto. Este es el carácter de Dios: en cada paso de nuestro arrepentimiento,
él se conmueve. José lo expresó con lágrimas de gozo y emoción. ¿Por qué no
quiso llorar José ante la vista de sus hermanos? Porque no estaban aún
capacitados para comprender la plenitud de su carácter, del amor perdonador y
restaurador de José, que era el reflejo del amor de Dios. Nosotros tampoco
estamos aún preparados para ver la plenitud de la gloria de Jesús, la gloria de
Dios. Pero Dios va a preparamos para que podamos recibirla sin medida, y
reflejarla. Y lo hace en el juicio.
El que comenzó en vosotros la buena obra, la
perfeccionará hasta el día de Jesucristo
(Fil 1:6).
¿Había perdonado José a sus hermanos? En Egipto, José tuvo dos
hijos: Manasés y Efraim. ¿Qué significa el nombre “Manasés”?
Llamó José el nombre del primogénito Manasés [“olvido”]; porque Dios me hizo OLVIDAR todo mi trabajo, y
toda la casa de mi padre (Gén 41:51).
Jesús nos dice:
Yo, yo soy el que BORRO tus rebeliones por amor de mí; y
NO ME ACORDARÉ de tus pecados (Isa 43:25).
José llamó a su segundo hijo, Efraim, “fructífero”.
Si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio,
haciendo bien, dándonos LLUVIAS del cielo y tiempos FRUCTÍFEROS (Hechos 14:17).
Manasés: borramiento de los pecados en el juicio investigador,
seguido de Efraim: lluvia tardía que madura el fruto. ¿Veis buenas
nuevas en el borramiento de vuestros pecados? ¿Veis buenas nuevas en la lluvia
tardía?
Así que, arrepentíos y convertíos para que
sean BORRADOS vuestros pecados,
pues vendrán los tiempos del REFRIGERIO de la presencia del Señor (Hechos 3:19).
¿Pudo ver José en sus hermanos el genuino arrepentimiento?
Judá respondió a José:
Te ruego por tanto que quede ahora tu siervo [Judá, él mismo] por el mozo [Benjamín] por siervo de mi
señor, y que el mozo vaya con sus hermanos (Gén 44:33).
No es solamente que los hermanos no odian, no tienen envidia de
Benjamín, sino que Judá está dispuesto a dar su vida por él, y por evitarle
sufrimientos a su padre. Cristo espera anhelante ese momento en el que brota el
amor como respuesta a su amor hacia nosotros. Entonces hemos sido transformados
a su imagen y estamos prestos a efectuar el sacrificio que sea necesario para
el bien de nuestro Padre y de nuestro hermano, del que “somos guardas”.
El
que mire a menudo la cruz del Calvario, acordándose de que sus pecados llevaron
al Salvador allí... no se constituirá en juez para acusar a otros. No puede
haber espíritu de crítica ni de exaltación en los que andan a la sombra de la
cruz del Calvario... Mientras no nos sintamos en condiciones de sacrificar
nuestro orgullo, y aun de dar la vida para salvar a un hermano desviado,
no habremos echado la viga de nuestro propio ojo ni estaremos preparados para
ayudar a nuestro hermano (DMJ, 109).
Cuando comprendemos la magnitud de nuestro pecado y la inmensidad
del perdón de Dios en Cristo, su bondad nos guía al arrepentimiento (Rom 2:4).
Vemos su carácter de amor y desaparece todo motivo de temor, porque en el
perfecto amor no hay temor. Nuestro único temor es entristecer, deshonrar a
Aquel que nos amó más que a su propia vida, hasta el punto de darla por
nosotros. No nos afligimos por nuestro quebrantamiento, sino por el
quebrantamiento de “José”, de nuestro Hermano mayor que, para rescatarnos, tuvo
que venir a Egipto (el mundo) y derramar su alma en el valle de sombra de
muerte.
Cuando José vio el arrepentimiento de sus hermanos y les mostró
con lágrimas de gozo todo su amor y su perdón hacia ellos, les dijo:
NO OS ENTRISTEZCÁIS ni os pese haberme vendido acá,
que para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros.
Así pues, no me enviasteis vosotros acá, sino
Dios (Gén 45:5 y 8).
Algunos repudian la muerte expiatoria de Cristo; no
comprenden su papel central en el plan de la salvación. Les parece que algo
tramado por los judíos, permitido por los romanos y efectuado bajo la dirección
de Satanás: la crucifixión de Cristo, no puede ser el acto central de la
redención. El problema viene por el grave error de pensar que Jesús murió por
“crucifixión” (ese tipo de muerte solía tomar unos cinco días). No fue por la
crucifixión física por lo que murió Cristo, sino porque llevó la carga del
pecado del mundo, y eso quebró su corazón bajo el peso de los horrores de la
muerte segunda que es la paga del pecado: la experiencia de la eterna
separación de Dios.
No fue el sufrimiento físico
lo que acabó tan prestamente con la vida de Cristo en la cruz. Fue el peso
abrumador de los pecados del mundo y la sensación de la ira del Padre. La
gloria de Dios y su presencia sostenedora le habían abandonado; la
desesperación le aplastaba con su peso tenebroso, y arrancó de sus labios
pálidos y temblorosos el grito angustiado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” (1 JT, 225-226).
A Jesús no lo mataron los romanos ni los judíos. Lo mataron tus
pecados y los míos. Fue “Jehová [quien] cargó
en él el pecado de todos nosotros” (Isa 53:6). Hasta ese
punto nos ama el Padre.
En Hechos 4 vemos una oración que los discípulos elevaron a
Dios en un contexto de persecución. En ella pedían el poder de Dios para
predicar la palabra en el nombre de Jesús. En respuesta a esa oración, el lugar
en que estaban congregados tembló, y recibieron el Espíritu Santo. En los
versículos 27 y 28 leemos:
Verdaderamente se juntaron en esta ciudad
contra tu santo Hijo Jesús, al cual ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles
y los pueblos de Israel, para hacer LO QUE TU MANO Y TU CONSEJO HABÍAN ANTES
DETERMINADO QUE HABÍA DE SER HECHO”
Así, desde la cruz del Calvario, Cristo nos dice lleno de amor:
No os entristezcáis, ni os pese haberme
vendido acá; que para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros.
Así pues, no me enviasteis vosotros acá, sino
Dios.
En Génesis 50:19-21 leemos cómo José dice a sus hermanos:
No temáis... Vosotros pensasteis mal sobre
mí, más Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en
vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros
y a vuestros hijos. Así los consoló y les habló al corazón.
Cuando nosotros crucificamos a Cristo, Dios hizo que esa cosa mala
viniera a convertirse en un bien, y nuestro crucificar a Cristo fue
precisamente el medio por el cual él pudo redimir a la raza humana. Y hoy, el Consolador
nos habla al corazón a fin de que lo abramos plenamente para ser hechos uno con
Cristo, para que él reine en nuestra vida.
José no fue más misericordioso, no tuvo más amor y perdón hacia
sus hermanos, del que Jesús tiene hacia nosotros. El amor de Josué hacia sus
hermanos fue sólo un pálido reflejo del amor de Jesús. Podemos entregarnos
confiadamente en sus manos. También en el juicio. ¡Especialmente en el juicio! Él
es nuestro Salvador amante. Cuando estábamos condenados a muerte, dijo: “Heme aquí”. ¿No es ya tiempo de que reciba la
recompensa del trabajo de su alma, y sea satisfecho? ¿Le dice tu corazón: “heme
aquí”?
La respuesta a la gran pregunta: “Varones
hermanos, ¿qué haremos?”, está contenida en uno de los sermones más
cortos que contiene la Biblia. Lo pronunció María —la madre de Jesús— con
ocasión del banquete de una boda (Juan 2:5), pero lo leeremos del propio
relato del Génesis que hemos considerado (41:55): “Id a José y haced lo que él os dijere”.
Y él nos dice:
Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la
tierra, porque yo soy Dios, y no hay más (Isaías 45:22).