La justicia quebrantada
Consideremos otras ilegalidades ocurridas en el proceso judicial de Jesús ante el tribunal supremo de los judíos, mostrando el completo quebranto de la justicia en cumplimiento de Isaías 59:14-16. La sentencia contra Jesús fue ilegal por estar sustentada sobre la propia confesión que él hizo. "El sumo sacerdote le volvió a preguntar, y le dice: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Y Jesús le dijo: Yo soy; y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios, y viniendo en las nubes del cielo. Entonces el sumo sacerdote, rasgando sus vestidos, dijo: ¿Qué más tenemos necesidad de testigos? Oído habéis la blasfemia: ¿qué os parece? Y ellos todos le condenaron ser culpado de muerte" (Mar. 14:61-64).
Escribió el rabino Wise, sobre los principios de la ley hebrea al respecto: "La auto-acusación, en casos de crímenes capitales, era totalmente desestimada. Si no es culpable, la acusación es falsa; si es culpable, es un malvado, y la ley hebrea no permite el testimonio de ningún malvado, especialmente en casos penales. ("The Martyrdom of Jesus", p. 74 -Chandler-). Los jueces de Cristo no sólo violaron la ley al tomar el lugar de los testigos, convirtiéndose en acusadores, sino también al extraer una confesión de Jesús, para emplearla luego en contra de él. "Es un principio fundamental, el de que nadie pueda perjudicarse a sí mismo. Si alguien se acusa a sí mismo ante un tribunal, no debemos creerle a menos que el hecho sea atestiguado por dos testigos diferentes a él mismo; y conviene resaltar que la sentencia de muerte pronunciada sobre Acán, en los días de Josué, fue una excepción justificada por la naturaleza de las circunstancias, ya que nuestra ley no condena basándose en la simple confesión del acusado, ni tampoco en la declaración de un solo profeta" ("La ley hebrea", citado en "The Trial of Jesus Before Caiaphas and Pilate", Dupin).
Otros autores judíos dan fe de ese principio de la ley hebrea: "Tenemos como un principio fundamental de jurisprudencia el que nadie pueda levantar una acusación contra sí mismo. Si alguien se confesara culpable ante un tribunal legalmente constituido, tal confesión no debe emplearse en su contra a menos que venga debidamente atestiguada por otros dos" (Maimónides, "Sanhedrin", IV, 2). "No es solamente que está prohibido forzar al acusado mediante la tortura a confesiones auto-inculpadoras, sino que jamás hay que inducirle a que se auto-incrimine. Además, no se admite como prueba su confesión voluntaria, que resulta nula a efectos de incriminarlo, a menos que un número legalmente suficiente de testigos corroboren puntualmente su auto-acusación" ("The Criminal Jurisprudence of the Ancient Hebrew", Mendelsohn, p. 133 -Chandler). La razón para esa norma es que con cierta frecuencia, en todas las partes del mundo, algún inocente confiesa crímenes con los que jamás tuvo nada que ver. La ley hebrea protegía, pues, de la auto-incriminación.
Extraña regla
Una de las reglas más singulares de entre las conocidas, era la dispuesta por la ley hebrea, consistente en que nadie podía ser declarado culpable si se daba un voto unánime de los jueces. "El veredicto simultáneo y unánime de culpabilidad pronunciado en el día del juicio tenía el efecto de una absolución" (Id., p. 141). Dijo el rabino Wise: "Si ninguno de los jueces defendía al acusado, de forma que todos lo pronunciaban culpable y quedaba sin defensor ante el tribunal, el veredicto de culpabilidad era nulo y no se podía ejecutar la sentencia de muerte" ("The Martyrdom of Jesus", p. 74). Prevalecía esa norma debido a que la ley hebrea no permitía la existencia de abogados defensores. Eran los jueces quienes tenían el deber de defender al acusado y garantizar que se le hiciera justicia. A fin de proporcionar al proceso el necesario elemento de la misericordia, el acusado había de tener al menos a uno los jueces que hablara en su defensa.
Chandler dijo, a propósito de esa extraña regla: "En el sistema jurídico anglo-sajón el veredicto unánime confirma la condena, pero en el sanedrín hebreo la unanimidad era una fatalidad que daba por resultado la absolución... Si el veredicto de condenación se obtenía por unanimidad, quedaba patente que el prisionero no había tenido quien lo defendiera en el tribunal. La mente judía concebía esa circunstancia casi como algo equivalente a la violencia ejercida por una multitud encolerizada. Como mínimo, hacía que se levantaran sospechas de conspiración. Denotaba la falta del elemento de la misericordia, de obligada presencia en todo proceso judicial hebreo... 'Pero cuando están todos a una de acuerdo en condenar', pregunta un escritor judío contemporáneo, '¿acaso no da la impresión de que el condenado es víctima de una conspiración, y que el veredicto no fue el fruto de la razón serena y de la deliberación reflexiva...?' Si el acusado contaba con un apoyo en el tribunal, el veredicto de condenación prevalecía, puesto que había existido el elemento de la clemencia, quedando así descartadas la presión ejercida por la violencia de masas, o la conspiración" ("The Trial of Jesus", vol. I, p. 280 y 281).
Pero por las Escrituras es evidente que Jesús fue condenado mediante un voto unánime. Caifás señaló a los jueces cómo habían oído su blasfemia, consistente en su propia confesión de ser el Hijo de Dios. Entonces solicitó de ellos el veredicto. "Y respondiendo ellos, dijeron: Culpado es de muerte" (Mat. 26:66; Mar. 14:64). El rabino Wise reconoce que la sentencia emitida contra Jesús fue el resultado de un veredicto de unanimidad por parte de los jueces. La profecía pone asimismo de relieve que Jesús careció de intercesor que le defendiera: "Vio que no había hombre, y maravillóse que no hubiera quien se interpusiese; y salvólo su brazo, y afirmóle su misma justicia". "Pisado he yo solo el lagar, y de los pueblos nadie fue conmigo". "Miré, y no había quien ayudara, y maravilléme que no hubiera quien sustentase: y salvóme mi brazo, y sostúvome mi ira" (Isa. 59:16; 63:3 y 5). Jesús sufrió la injusticia más increíble ante el tribunal terreno que lo juzgó, y no tuvo quien intercediera por él, a fin de que nosotros pudiéramos recibir justicia en el tribunal celestial, teniéndolo a él como Intercesor.
A la luz de la experiencia humana, la conducta de Jesús ante el sanedrín fue realmente singular. Brilló su divinidad. Se mantuvo callado al ser acusado falsamente, mientras que habló en un momento en el que el silencio habría significado una defensa. Un ilustre abogado italiano dijo sobre el particular: "Ya se había acordado la condenación, antes del juicio... Jesús lo sabía, y no quiso replicar a lo que se avanzó en primera instancia, estando de acuerdo y admitiéndolo sin reservas, dado que en su base material era cierto. Cuando se le dirigió una acusación falsa e injusta, se mantuvo en silencio, pero respondió cuando no había evidencia, ni siquiera falsa, que le constriñera a hablar. Conducta ciertamente original y sublime, de parte de un prisionero en el banquillo de los acusados" ("The Trial of Jesus", Raced, p. 180).
Permanecer en silencio ante la pregunta directa de si era el Mesías, habría significado una ventaja para Jesús ante sus jueces. Su silencio habría sido legalmente lícito, puesto que ningún acusado tenía obligación de decir o hacer algo que perjudicara su causa. Pero el silencio en una ocasión tal habría sido una negación de su identidad y misión. De igual modo, bajo ciertas circunstancias, nuestro silencio es una decidida negación de Cristo. Una negación manifiesta y verbal como la de Pedro no constituye la única forma de traicionar a nuestro Señor.
Otras irregularidades
El hecho de rasgar sus vestiduras no sólo descalificaba a Caifás como juez, sino que hacía recaer sobre su propia cabeza la sentencia que quería imponer a Jesús. El código mosaico ordenaba al sumo sacerdote: "No descubráis vuestras cabezas", y si rasgaba sus sagradas vestiduras, incurría en pena de muerte (Lev. 21:10; 10:6). Las vestiduras oficiales del sumo sacerdote no eran solamente simbólicas de su oficio sagrado, en el que era un tipo del Mesías, sino que representaban también la justicia imputada e impartida del Hijo de Dios. Un acto como ese ponía también en evidencia una ira irrazonable que era impropia de la dignidad que se le suponía a un sumo sacerdote. En su esfuerzo por mostrar su horror e indignación debidos a la confesión de Jesús, Caifás se declaró a sí mismo culpable de muerte, y por lo tanto absolutamente descalificado para presidir el sanedrín. "Un israelita del común podía, como muestra de duelo, rasgar sus vestiduras, pero eso le estaba prohibido al sumo sacerdote, dado que sus vestiduras, confeccionadas según órdenes expresas de Dios, eran figurativas de su oficio" ("Jesus Before the Sanhedrin", Lemann, p. 140, Chandler).
La votación que condenó a Jesús fue también irregular. De acuerdo con la ley hebrea, en un caso criminal los jueces debían votar uno después de otro, comenzando por el más joven. Cada cual debía, en su debido turno, emitir su voto y exponer entonces la razón de su decisión. Tanto los votos como las razones que los motivaban debían quedar registrados por los escribas. Pero por lo declarado en Mateo 26:66 y Marcos 14:64, es evidente que Jesús fue condenado por aclamación. Una autoridad en la ley hebrea afirma: "En casos comunes los jueces votaban por orden de edad, siendo el más viejo quien comenzaba; en casos capitales se invertía el orden. A fin de evitar que los miembros más jóvenes del sanedrín resultaran influenciados por los puntos de vista o argumentos de sus colegas más maduros y experimentados, el juez más joven era siempre en esos casos el primero en pronunciarse a favor o en contra de la condena" ("The Criminal Code of the Jews", Benny, p. 73 y 74, Chandler).
Hay escritores judíos que han presentado esa ley en términos tan claros como para que no pueda quedar duda alguna al respecto de cuál habría debido ser el procedimiento legal en el juicio de Jesús: "Que los jueces, cada uno en su turno, absuelvan o condenen" (Mishna, "Sanhedrin", IV, 5). Solamente siguiendo un procedimiento de votación como ese, tenían los escribas la posibilidad de registrar las decisiones de los varios jueces. "Los miembros del sanedrín estaban sentados en formación de semicírculo, en cuya extremidad se situaba el secretario con la misión de registrar por escrito los votos. Uno de los secretarios registraba los votos favorables al acusado, y el otro los que le eran contrarios" (Id., IV, 3).
El veredicto en contra de Jesús fue también ilegal por haber sido pronunciado en el lugar incorrecto. Interpretando Deuteronomio 17:8 y 9 en el sentido de que la sentencia de muerte debía pronunciarse en un lugar concreto escogido por Dios, los judíos eligieron para ese propósito un departamento del templo conocido como "el salón de Fazith", o "el salón de la piedra tallada". Mendelsohn nos informa de que fuera de esa sala de juicio no se podía desarrollar ningún procedimiento judicial criminal ni se podía pronunciar ninguna sentencia capital. La ley dice: "Solamente se puede pronunciar sentencia de muerte si el sanedrín tiene sus sesiones en el lugar establecido" (Maimónides, "Sanhedrin", XIV). Dice una frase del Talmud: "Una vez fuera de la sala Gazith, no se pude pronunciar sentencia de muerte sobre nadie" (Talmud, Bab, Abodah Zarah, o sobre la idolatría, cap. 1, fol. 8, Chandler).
Es evidente por la Escritura que Jesús fue juzgado y condenado en el palacio de Caifás, en el monte Sión, y no en la sala de la piedra tallada. Algunos escritores judíos modernos, en su esfuerzo por defender a los que juzgaron a Jesús, sugieren que su juicio y condenación tuvieron lugar en el lugar adecuado. Pero su única evidencia consiste en que la ley hebrea lo exigía así, por lo tanto deducen que así debió suceder. Refutando esa suposición, Edersheim, un judío cristiano, afirma: "No hay la más mínima evidencia que apoye lo asumido por los comentadores a propósito de que Jesús fuera llevado del palacio de Caifás a la sala del tribunal. Todo el proceso se desarrolló en dicho palacio, y de allí Cristo fue llevado a Pilato" ("The Life and Times of Jesus the Messiah", vol. 2, p. 556, nota).
Jueces sobornables
El código mosaico era muy severo con los jueces que se prestaban al soborno (Éx. 23:1-8). En la ley hebrea eso se interpretaba incluyendo tanto a los jueces que daban cohecho como a los que lo recibían. Ha venido siendo ley en toda nación y en toda época, que el ofrecer o aceptar soborno descalifica al juez y hace nula la sentencia. Los jueces de Jesús habían sobornado a Judas para que lo entregara en sus manos, a cambio de una determinada suma de dinero (Luc. 22:3-6). La cantidad acordada fue "treinta piezas de plata", que eran treinta siclos de plata del santuario. Geikie declara que ese era "el precio de un esclavo". D.L. Moody dijo en cierta ocasión que "Dios envió a su Hijo unigénito para redimir al hombre; y el hombre le pagó en retorno treinta piezas de plata".
Cuando Judas devolvió el dinero del soborno y confesó públicamente que había "pecado entregando la sangre inocente", quedó en evidencia la culpabilidad de los jueces de Jesús (Mat. 27:1-6). Hechos 1:19 nos informa de que el hecho se desarrolló de una forma tan pública, que "fue notorio a todos los moradores de Jerusalem". Los miembros del sanedrín no podían negar su culpa. Judas había sido testigo de las maquinaciones contra Jesús, y la injusticia del trato que recibió Jesús fue tan manifiesta y tan flagrante que la propia conciencia de Judas resultó sacudida por el sentimiento de culpa. Él sabía que Jesús era inocente, y la sentencia final de muerte por aclamación unánime fue más de lo que él podía soportar. Ahora iba a testimoniar en favor de Aquel que no tuvo intercesor. "Cuando el juicio se acercaba al final, Judas no pudo ya soportar la tortura de su conciencia culpable. De repente, una voz ronca cruzó la sala, haciendo estremecer de terror todos los corazones: ¡Es inocente; perdónale, oh Caifás! Se vio entonces a Judas, hombre de alta estatura, abrirse paso a través de la muchedumbre asombrada. Su rostro estaba pálido y desencajado, y había en su frente gruesas gotas de sudor. Corriendo hacia el sitial del juez, arrojó delante del sumo sacerdote las piezas de plata que habían sido el precio de la entrega de su Señor... La perfidia de los sacerdotes quedaba revelada. Era evidente que habían comprado al discípulo para que traicionase a su Maestro" (El Deseado de todas las gentes, p. 669).
En su desesperación, Judas salió fuera y se ahorcó. ¡Trágico final para la que pudo haber sido una carrera destacada y útil! Su nombre hubiera podido honrar las páginas de la historia sagrada, y haber engalanado los preciosos fundamentos de la Ciudad celestial. Judas cedió a la codicia y el egoísmo, y esos pecados significaron su ruina. Cuando objetó a la prodigalidad de María al ungir los pies de Jesús, las Escrituras declaran que "dijo esto, no por el cuidado que él tenía de los pobres; sino porque era ladrón, y tenía la bolsa, y traía lo que se echaba en ella" (Juan 12:6).